El uso de sudaderas con blasones estudiantiles y símbolos y números deportivos se extendió en España a medida que el país se empapaba de democracia y de modernidad. Las blazers de colores vivos proliferaron en los institutos y las universidades por afán cosmopolita y porque los jóvenes hallaron en la iconografía de las series norteamericanas una estética de la libertad inencontrable en las capas castizas de los tunos. Su jurisdicción era y es la alegría de los campus, no la concentración de las iglesias.

Por eso esta imagen, tomada el pasado día 10 en la colegiata de Nuestra Señora del Recuerdo, jesuitas de Madrid, resulta impactante además de enigmática. Medio centenar de muchachos asistía a la misa en memoria de B. y J., ambos de diecisiete, novios y víctimas mortales tras precipitarse la víspera por el hueco de un ascensor en el barrio de Salamanca. Los chicos celebraban con amigos el final de los exámenes y decidieron bajar a por tabaco. De regreso a casa tomaron el ascensor principal mientras otros muchachos subían en el de servicio. Al parecer, la trasera de cristal de su cabina se despegó y ambos cayeron al foso desde una altura de veinte metros. El accidente rompió la tarde del martes e hizo añicos a dos familias.

Las blazers son prendas iniciáticas, transitorias y sentimentales. Representan un tiempo acotado de juventud, una vitalidad pasajera, y evocan por tanto la fraternidad, la ilusión y la inocencia de los liceos y de los primeros amores. Las sudaderas se enseñorean de las puertas de los institutos y brillan en las gradas de las competiciones, pero languidecen con hiriente tristeza a la luz de una misa.

Los accidentes graves en ascensor son muy excepcionales: un informe de 2012 estima que 36 por cada millón de elevadores. No resulta difícil aventurar que esta singularidad afiló con preguntas atropelladas las aristas de una tragedia incomprensible. La finca estaba reformada, el ascensor había sido revisado en abril, quizá la silicona se desprendió, quizá faltaban sujeciones complementarias, quizá los chicos se dejaron caer con brusquedad, quizá se besaban…

Los detalles de este fotograma añaden una carga de fatalidad a la palabra desolación. Medio centenar de muchachos con sudaderas, apostados en los bancos de una iglesia tras unos padres de luto: son compañeros y amigos de sus hijos. Unos estudiantes de duelo con la palabra Recuerdo y el número 99 -año de nacimiento de esta promoción- impresos en la espalda. La palabra Recuerdo confeccionada con los nombres de los alumnos de un curso que no terminarán dos alumnos. La palabra Recuerdo y el número 99 investidos en adelante de un nuevo significado para todos.

Leo sin interés que para la numerología el 99 tiene un significado de “finalización de una evolución importante”, también significa “luz interna” y “apertura de mente”, pero cualquiera diría que el 99 es un ciclo incompleto en el camino hacia un ámbito de tres dígitos. Las elucubraciones de quiromantes y cabalistas se desvanecen por absurdas ante esta imagen en el que al fin de la inocencia le han puesto una palabra y un número. Entonces pienso en Kundera y Cioran. El primero nos enseñó que la esencia de la existencia es una levedad insoportable. El segundo formuló aforismos estremecedores y bellos sobre el inconveniente de haber nacido.