El espectáculo es memorable: los empleados de Telefónica, Iberdrola y Gas Natural Fenosa, requeridos por megafonía para apagar a toda pastilla los ordenadores. La causa: un ciberataque al parecer procedente de China que aprovechando una debilidad de Windows encripta los archivos y somete al pago de un rescate en bitcoins la posibilidad de recuperarlos. Los servicios informáticos de las grandes compañías están analizando la manera de liberar los equipos de sus trabajadores del cepo puesto por los hackers malos que golpean desde Oriente. Mientras dan con ella, a los empleados, que sin el ordenador ya sólo pueden mirar por la ventana, les dan permiso para reintegrarse a sus casas.

La historia tiene su punto surrealista, su punto simbólico y su punto perturbador. Dejaremos al margen lo de las debilidades de Windows (en mis diez años de abstinencia de las delicias de ese sistema operativo juro no haberlo añorado ni una sola vez, ni por una diezmillonésima de segundo) y llamaremos la atención sobre el hecho de que nuestra dependencia de la tecnología, cuyos entresijos la mayoría ignoramos o, en el mejor de los casos, intuimos de una manera vaga y general, nos sumerge en una nueva forma de existencia: la vida hackeable, o lo que es lo mismo, expuesta a las trapisondas de esos que sí saben cómo carbura la cosa y, lo que es peor, cómo conseguir rápida, limpia y maliciosamente que deje de carburar. Desde los tiempos de la lanza y el escudo sabemos que no hay defensa que pueda prever todos los ataques, y que estamos condenados a que de vez en cuando alguna de las agresiones prospere. El caso es que ahora tenemos un espacio de vulnerabilidad suplementario.

Si se pueden meter en la cocina de Telefónica o de esas otras empresas del IBEX y echarles la zarpa a sus megabytes, se pueden meter en la cocina de cualquiera, y la única defensa (mental) contra este pavoroso neocaos propiciado por el imperio del silicio es acertar a ser lo bastante insignificante, lo bastante anodino e irrelevante como para que nadie se fije en ti con ánimo de reventarte el sistema de archivos. Lo más inquietante son las muchas cosas que hoy en día están conectadas a los ordenadores, con sistema Windows u otros, y pensar que las cuantiosas inversiones en ciberseguridad, los equipos de expertos, y hasta los exhackers de campanillas fichados como astros del balón por las grandes corporaciones nada pueden frente a un chino torvo que maniobra con sus instrumentos de hacernos daño en algún sótano de una ciudad gris de nombre impronunciable.

No deja de ser una buena lección de humildad. También es una invitación a mantener algún ordenador desconectado de la red, a comprarse una libreta y a salir a dar una vuelta por el campo y aprovechar para tener pensamientos no hackeables.

Por ahora.