Al contrario de lo que les sucedió a los objetivos que ella señalaba antes de ser detenida, a la ama Sara Majarenas la crueldad de los otros le ha cambiado la vida para bien. Todo ha mejorado para esta etarra excarcelada después de que su expareja, un indeseable llamado Sycianos Messinezis, apuñalara a su hija de tres años por la espalda. Esta paradoja es objetiva y nada tiene que ver con el momento de alegría cotidiana que congela esta fotografía.

Todos sabemos que una imagen no siempre vale más que mil palabras: también sonríen Marimar Blanco, Consuelo Ordóñez e Irene Villa en las instantáneas y no por ello puede afirmarse que sus vidas hayan sido un camino de rosas.

Aquí vemos a una madre jugando con su hija al solaz de un parque infantil en el que crecen chopos. Su gesto es de atención y ternura: la mano izquierda extendida hacia la peque, no vaya a caerse. Es una mujer discretamente atractiva: viste con sencillez y lleva un colgante prendido por coquetería o como amuleto porque la suerte -ya se sabe- es fundamental para los vivos. Decimos que la ama Majarenas ha sido afortunada después de que la violencia de los otros le estallara salvajemente.

Veamos. Ha cambiado la vida en prisión por un régimen de semilibertad en un piso tutelado; un horizonte de hormigón en el módulo de madres de Picassent por un parquecito con toboganes y columpios; los uniformes de los funcionarios por un delfín azul que sonríe a los niños que juegan, a las madres amantísimas y a los jubilados; y -lo más importante- el miedo a que su hija muriera a manos de su padre por la bendición de poder llevarla al colegio. Pero claro, las cosas no son nunca blancas o negras, la procesión va por dentro.

Sara Majarenas se ha chupado trece años, ha comido en bandejas de plástico, ha dormido en los jergones de las cárceles españolas, ha convivido con delincuentes comunes, con talegueras, ha visto cómo el Estado le arrancaba a la txiki de los brazos... Hay que reconocer entonces que Majarenas ha sufrido muchísimo, verdad ésta a la que no puede oponerse el sufrimiento de las víctimas de ETA porque el dolor acumulado no puede medirse con un termómetro, ni es transferible -ojalá lo fuera-, ni presupone necesariamente una compensación o un paliativo. 

Aunque a veces sí. A ella, el Gobierno le ha concedido el tercer grado porque es su derecho y porque también es víctima, claro: "Como víctima que también soy ahora mismo, me comprometo a trabajar por la reparación de toda clase de víctimas y a sanar las heridas causadas por cualquier tipo de violencia, también de ETA".

Hay muchas víctimas entonces en esta fotografía. La niña, los 22 menores asesinados por ETA, ¿y Majarenas? Pues Majarenas es tan consciente de su condición de víctima que así se lo hizo saber a mis compañeros Alejandro Requeijo y Daniel Montero cuando intentaron entrevistarla: “Quiero que me respete, estamos en un momento duro, esto me está dificultando la vida, por mí y por mi hija le pido que me respete mi duelo y mi todo”.

Nadie discute aquí que los derechos de Majarenas, su duelo sin muertos. Tan sólo se repara en lo que no aparece: el dolor de la vida, el derecho a la reinserción e incluso al olvido, y el derecho o la necesidad de inventarnos un relato adecuado para lograr la expiación que no procuran los años de prisión.

Es entonces cuando, al escuchar cómo Majarenas habla de sí misma como una víctima, recordamos que los gudaris de Patria -y sus familias- también se dicen víctimas para perplejidad del lector. Aquí sucede otra paradoja y un claro prejuicio. Entendemos que al equiparar la violencia en el hogar con la violencia de ETA quizá Majarenas esté más cerca que nunca del sinsentido al que dedicó los mejores años de su vida. Y entendemos que no ha leído la última novela de Fernando Aramburu pues, de haberlo hecho, nunca se diría a sí misma víctima.