Henos aquí discutiendo sobre otro asunto que creíamos zanjado. Hablo del autobús de Hazteoir, claro, y de los bienintencionados que no comprenden que en la sociedad del espectáculo la indiferencia es el drama. El radicalismo ha conquistado el espacio público gracias a los desmayos que provoca en una sociedad a la que le aterroriza -y por tanto le divierte- que cuestionen sus certezas.

Basta leer el auto del juez que envió al insidioso vehículo a las cocheras para advertir que no existe un sólo motivo para detener el autobús de Hazteoir. Igual que no lo existía para retirar aquella campaña que en 2009 imprimió en los autobuses madrileños el lema: “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”.

Yo estoy de acuerdo con la campaña de los ateos y no con la de los meapilas. Y es irrelevante. La incomprensión de que esto es irrelevante es la falla que nos separa de la libertad de expresión. Incluso aquellos que estos días defendieron la libertad de los oscurantistas para difundir sus lemas cavernícolas, se sintieron obligados a comenzar sus artículos con un rosario -qué apropiado- de insultos a Hazteoir. Yo mismo he encajado este párrafo profiláctico a martillazos en mi columna para salvar mi alma. La salud de la libertad de expresión de un país se mide por la cantidad de palabras que utilizamos sus ciudadanos en justificarnos cuando defendemos el derecho de otro a pensar diferente. Nuestra enfermedad es terminal.

Pero lo que a mí me interesa de este este caso no tiene tanto que ver con la libertad de expresión, que yo ya sabía maltrecha, como con el monopolio del salvajismo.

Cualquiera que sólo conozca España a través de sus medios de comunicación creerá que, con el ruido que hacen sus hasels, sus barbijaputas y sus arsuagas, éste no es un país sino un frenopático. La única forma de conquistar el primetime es ya mediante la salvajada.

La vida en las calles es muy diferente, por fortuna. Al chalado, que en cada pueblo hay uno, no se le corta la lengua pero se le suele arrinconar para que sus chaladuras no contaminen la conversación del resto. En la tertulia televisiva el chalado es el árbitro, quien dicta las normas y acota el terreno de juego, que es la materia de discusión. Supongo que la sensatez aburre a las ovejas y no merece un hueco en la programación. Por eso resulta tan contraproducente el escándalo de los bienintencionados. El agente más eficaz para la transmisión de sandeces es el sofoco de las beatas.