Confieso que las sotanas me ponen. Y no lo digo con ánimo de ofender a nadie sino al contrario, por compartir un gusto, una inclinación, una fantasía erótica con ustedes. ¿Cuándo comenzó esta afición mía por los hábitos? Seguramente en la infancia, como casi todo.

Nací en Roma, cerca del Vaticano, lo cual imagino que tendrá algo que ver. Por allí pululan los sacerdotes más elegantes, los de túnica con alzacuello, capa y sombrero de teja, también llamado de Saturno porque recuerda a los anillos del planeta. Se pasean por la plaza de San Pedro siempre con algo en la mano: una biblia, un paraguas, un rosario. Tienen un aspecto contenido, misterioso. Y nunca fijan la mirada en ningún ser humano. Menos todavía en una mujer.

En principio, y con algunas excepciones, nada hay más viril y atractivo que un varón insensible al sexo, pero no por desprecio o impotencia, sino porque tiene cosas más interesantes en las que pensar. Hablar con Dios, por ejemplo.

Esto que digo, no lo digo yo. Lo dice hasta el departamento de publicidad de la Ciudad del Vaticano. ¿Por qué, si no, permitirían vender en las tiendas de souvenirs religiosos el Calendario Romano con fotos de curas en actitudes un tanto sospechosas? Año tras año es el lunario más vendido en Italia, antes que el de Playboy. Fijaos en la foto de febrero de la pasada temporada: un joven seminarista hunde un bizcocho de soletilla en una taza de chocolate caliente sin dejar de mirar a cámara. Es insuperable. Pobres conejitas, relegadas por un clérigo.

Si la memoria no me traiciona, otro famoso sacerdote, el Magistral de La Regenta, también disfrutaba del chocolate con bizcocho. Pero más aún le gustaba Ana Ozores, o lo que ella representaba. Durante mi adolescencia, Fermín de Pas me volvió loca en el sentido más lúbrico de la palabra. En aquellas páginas se le describe como un hombre de piel blanca, ojos verdes y cuerpo hercúleo bajo la sotana. Un traidor ambicioso, capaz de enamorar a la más casta de las mujeres. Un demonio disfrazado de ángel. ¿No es ésta una alucinación de lo más voluptuosa?

Cuando todavía no me había recuperado de la novela de Clarín, estrenaron en la tele El pájaro espino, con un Richard Chamberlain que devolvió a la Iglesia a miles de mujeres, en busca de aquel adonis disfrazado de santo. Fue un fenómeno parejo a las cincuenta sombras, en el que el sadismo consistía en una tensión sexual nunca resuelta y el masoquismo, en buscar lo excitante en lo prohibido. Divinas las espinas, divino el pájaro y divino el manto. Le entran a una ganas de levantarle la falda y echar a correr.

Jude Law interpreta a El Joven Papa.

Pero cuando creía que la saga sacerdotal había acabado, resulta que se estrena El papa joven, última creación de Paolo Sorrentino. Una serie en diez episodios que ha conseguido acabar conmigo. Es la historia de un pontífice joven, conservador y muy provocador que quiere volver a los tiempos más duros de la Iglesia Católica y, por supuesto, vestirse como mandan los cánones, nunca mejor dicho.

El fetichismo del traje talar está servido: casulla, estola, cíngulo, mitra, tiara, birrete. El papa elegido es Jude Law, y esa ya es una situación de desmayo orgásmico en sí misma, pero es que además va ataviado con unas sotanas cosidas por el propio Armani. ¿Os podéis imaginar la caída de aquellas casullas? ¿El vuelo de aquellas sotanas?

Como si todo esto no fuera suficiente, el joven papa fuma, se contonea, se aburre, hace algún milagro por aquí y por allá, roza el pecho de una mujer sin descomponerse, tiene dudas existenciales, es cariñoso con los bebés, busca a su madre, sabe ver más allá de las apariencias. Y de nuevo surgen las preguntas. ¿Es un santo? ¿Es un diablo? ¿O sólo es un impostor con encanto? Qué más da. Lo único que importa es ese zapatito de rojo terciopelo con borlas doradas que sobresale de su manto para que una se arrodille y lo bese. Con devoción. Y es que Dios y la Iglesia pesan mucho. Pero Sorrentino y Jude Law, más.