La gestación subrogada es el eufemismo acuñado para hablar de los vientres de alquiler sin que el estigma de la cosificación de la mujer decante el debate del lado de sus detractores. Estamos ante un asunto propicio a la simulación y el anatema, de tal modo que izquierdas y derechas, progresistas y conservadores, feministas y tradicionalistas ocupan las dos orillas de la polémica sin banderías dinstinguibles que permitan posiciones apriorísticas cómodas.

Defender la "gestación subrogada altruista", como hacen Ciudadanos y voces principales del PP, parece poco arriesgado. Carece de sentido que nuestra legislación prohíba sin más los vientres de alquiler cuando se ve ocupada en sus consecuencias -inscripciones y nacionalizaciones, derechos y prestaciones por paternidad...- porque es una práctica a la que recurren cada año un millar de españoles a través de terceros países; y cuando se trata de una actividad contante y sonante en ferias como Surrofair. Sin embargo, otro tanto se puede decir de la prostitución y el narcotráfico, por citar dos industrias proscritas en razón más de los prejuicios de la sociedad que del sentido común.

Entramos de lleno en un debate imbricado en la moralidad pública, en la costumbres y en proposiciones ético-ideológicas que no habría que dar por sentadas. ¿Pero existe de verdad algo así como un derecho a la maternidad, o a la perpetuación de los propios genes, o a la disposición del propio cuerpo? ¿Es legítimo llegar allá donde pueda la ciencia? ¿No parece sujeta la gestación subrogada a una inversión del criterio clásico en las adopciones, según el cual se buscan padres para un niño y no al revés? ¿No es la regulación de los vientres de alquiler entonces un modo indirecto de legalizar la compra de niños? ¿Por qué debe considerarse intrínsicamente mala la compra de niños si se hace en pos de la felicidad del menor?

Es más, ¿por qué no habría de merecer una compensación económica una mujer que dedica un año de su vida a gestar un bebé que hará felices a padres o madres que no pueden tener hijos propios? ¿Si ser madre o padre es un derecho al que la ciencia puede y debe dar respuesta, no debe garantizar la Seguridad Social su disfrute, sin distinción del nivel de ingresos o renta de los ciudadanos? ¿Si la gestación de alquiler debe pagarse, por qué no la venta de sangre, de médula o de un riñón? ¿No enajenan igualmente su cuerpo los mineros que entregan su vida a la silicosis?

No todo lo que la ciencia puede procurar es plausible. Tampoco parecen la "dignidad" o la "moral" conceptos fácilmente exportables en sociedades abiertas. El debate es fascinante porque a cada aserto le sucede su contrario y porque cada convicción se pierde en un mar de vacilaciones.