Siempre es conveniente releer a Manuel Chaves Nogales. En uno de los artículos que escribió desde el exilio y hubo de enviar a la prensa extranjera, mientras su país se desangraba en una guerra de autoexterminio que iba a empujarla a descolgarse durante décadas del curso de la Historia, esboza una teoría que el paso de los años no ha hecho sino confirmar. Resumiendo, viene a decir que en España hay dos sentimientos que es vano tratar de extirpar, y con los que no hay más remedio que aprender a convivir: de un lado, la conciencia religiosa vinculada al catolicismo, y asociada a los valores tradicionales que este representa; de otro, la profunda conciencia de clase de las masas desfavorecidas, a lo largo de una Historia en que fueron usadas una y otra vez como peones sacrificables por los poderosos, desde los torpes monarcas hasta los terratenientes despóticos, pasando por los industriales sin escrúpulos o los generales megalómanos.

Asegura el lúcido periodista que quien pretende ignorar el peso o la influencia de lo uno y de lo otro pierde el tiempo. Y la Historia le da la razón: el anticlericalismo de buena parte de los republicanos, y de otras fuerzas que no lo eran, pero se aliaron a ellos (por ejemplo, los anarquistas, que no creyendo en Estado alguno, mal pueden creer en repúblicas), no sólo no logró acabar con el peso de la Iglesia en España, sino que propició un régimen que durante cuatro décadas, en su propio beneficio, dio a las sotanas la potestad de legislar la vida de la gente. Lo que prueba, dicho sea de paso, que tenía razón aquel ilustre revolucionario, Fermín Galán, cuando escribió que bajo ningún concepto debía caerse en el error de perseguir a los religiosos.

También se demostró condenado al fracaso el empeño de los sectores más conservadores, y en particular de los poderosos, por ahogar la conciencia de clase que señala Chaves Nogales como otra de las coordenadas inmanentes de la realidad española. Después de utilizar al ejército para aplastar al pueblo, y de valerse de la frialdad implacable de un dictador para tenerlo acuartelado, tan pronto como murió éste, y mucho antes en la clandestinidad, rebrotó la planta que pretendía arrancarse, y lo hizo de tal modo que llegó a darle 202 diputados a un partido que comparecía ante los electores (otra cosa es luego lo fuera) como encarnación de esa fuerza largo tiempo reprimida.

Todo esto viene a cuento de lo que se puede, y no se puede, en la política española actual. A la vista está el fruto del empeño en retorcer la realidad para acercarla a un deseo basado en un país inexistente, en el que cabe doblegar al otro, negarle todo espacio e imponer la propia agenda de máximos: cuatro años más de no poder hacer nada, o casi nada, de lo que quien así razona pretende. Podemos, podéis, exigir y lograr justicia para quienes se han visto negados en esta larga crisis. No podemos, no podéis, hacerlo sin contar con nadie, ni desconociendo que hay muchos, millones, que seguirán pensando de otro modo.