Hay un gran misterio, Madrid. En la selva de tus callejeros. Por eso toses, estremecida. Y estornudas, amedrentando a las palomas que, bulímicas y enojadas, revolotean a gorjeos sobre el skyline cenagoso. Bajo tu césped se hallan los restos de quienes murieron del dolor del crecimiento. Igual que los vampiros, muertos y desenterrados, conoces los secretos de las tumbas y el ¡chof! de las inmobiliarias burbujas.

Eres una novia abandonada en pleno altar. Estás a punto de hacer puenting, sin arneses, en el Viaducto. Arrastras tristezas, miedos, melancolías. Tu sentimiento es estático, icónico, perjudicial. Pero, sobre todo, fúnebre. De blanco crimen con ramo de flores rojas incorporado. De charco de sangre sobre el asfalto gris y el vestido de Amaya Arzuaga. De golpe mortal del Sí, quiero. De caída libre, con tirabuzones de flamante peinado. Dicen que antes de plantarte ante el cristal antisuicidas, destrozaste la tarta del convite. A puñetazos. Con madrileñosa ira.

Sonaste a derrumbe, a culpa, a desamor, a fuerte marejada, a muerte; y ahora llueves, al caer. Esperas, esperas, esperas a la ambulancia del Samur sin pedir más que la tranquila emoción de sentir alguna cosa todavía desconocida y a punto de ocurrir.

Así, ensangrentada, eres una novia tan bella como un trasatlántico. Aunque tu dolor se talle y se detalle en la oscuridad, que es el lugar donde se revelan las fotografías de boda y se encaran los demonios más íntimos y menos amistosos de los novios contrayentes.

Eres como desenrollar una momia egipcia envuelta en innumerables telas y no conteniendo sino secos huesos. Un desmesurado estriptis.

Eres sucursales de Starbucks o de Bankia en cada esquina, funesto extrarradio, torres de vidrio, nostalgia, tumbas, trenes, grafitis, aceras pobladas casi exclusivamente por sonámbulos que hablan gesticulando por sus teléfonos de manos libres o miran absortos y teclean en la pantalla de los iPhones mientras buscan y rebuscan para dar con una ciudad que está ahí pero nadie ve.

Eres uno de esos ejercicios escolares para aplicar palabras recién estudiadas: alféizar, celosía, irisado. O uno de esos problemas matemáticos en que dos trenes distan entre sí 280 km. Ambos van al encuentro uno del otro: el primero sale de A a 40 km/h y el segundo sale de B a 30 km/h. ¿A qué distancia de A se cruzarán? Aunque todo dé igual, porque al final, a causa de un error humano, acabarán chocando. En C. Siempre se termina entrechocando y malmuriendo, Madrid. En la C de tus callejeros.