Además de lo que tienen que abonar a Hacienda, los futbolistas están sometidos a una tributación especial. La que les imponen centenares de mastuerzos que acuden cada fin de semana a los estadios para hacerles pagar su fortuna. El otro día en el Sánchez-Pizjuán Sergio Ramos se rebeló contra el modelo fiscal de la vejación y aun hay quien le reprocha que al hacer un gesto tan violento como señalarse el dorsal haya traumatizado a las decenas de ultras anónimos -sin dorsal- que le deseaban la muerte desde las gradas.

En lo ocurrido con el defensa del Real Madrid en su antigua casa está todo lo que ha envenenado el fútbol desde hace décadas. Empezando por esa cumbre del resentimiento con la que se puede justificar cualquier barbaridad: “Con lo que gana, que se aguante”. Consolados por esa solemne tontería de clase muchas personas de buena voluntad consideraron soportable que unos salvajes con bufanda le desearan a Mijatovic la muerte de su hijo, que a Etoo le aullaran como a un chimpancé y que a Dani Alves o a Diop les tiraran plátanos. Como si en compensación por el cobro de un sueldo millonario se pusiera en suspenso la condición de padre, de hijo o incluso de ser humano.

El derrumbe moral empieza siempre por una apropiación indebida. Una parte de la afición se adueña de una parte del estadio, luego se declara custodia de las esencias del club y termina por querer dictar lo que pasa en el césped. Por ejemplo, quién tira un penalti o un córner -ay, aquellas provocaciones de Figo en el Camp Nou-, o cómo lo tira.

En el suave toque con el que Ramos ejecutó el penalti de la discordia radica la nobleza del que se la juega. Del que se expone a la peor de las consecuencias, que es el rídiculo. La asimetría con la actitud de los ultras, diluidos todos en la masa, es tan evidente que no merece siquiera mención. Pero también es llamativa la asimetría con la legión de melifluos opinadores que lleva toda la semana afeándole al defensa que tuviera los santos bemoles de plantarle un panenka en la cara a los que llevaban hora y media llamándole hijo de puta a voz en grito.

Esta moral zen de la no provocación terminará por sugerir que un futbolista debería pedir el cambio al primer silbido del respetable. Al fin y al cabo es el que paga. La chusma no paga para irse frustrada del campo.