El miedo que le tengo a la muerte es irracional. Y no a la mía, a la de los seres que me rodean. Y en ese desasosiego vivo desde hace años, como si tuviera que correr más, hablar más, escribir más, brindar más y sonreír más. Es una ansiedad que late en la superficie de mi calendario, un recelo que en ocasiones consigo disimular.

La muerte de Nacho Montoto, poeta cordobés, a los 37 años me dejó clavado frente al ordenador, donde suelo leer las noticias. No quise poner mensaje a una amiga común hasta entrada la noche y cuando lo hice tenía la misma sensación de vértigo que yo. Se había paralizado. Treinta y siete años. Tan joven. Le lees, le tuiteas, te responde y, de pronto, se ha ido. Y ya. Fin. Se ha ido pronto. Muy pronto.

La biblioteca que deja es breve, como su edad, pero buena como su espíritu. Poemas recogidos en La ciudad de los espejos o Las últimas lluvias y libros como Tras la luz o La cuerda rota.

No sé si Nacho estará de acuerdo conmigo, pero los escritores narramos para que nos quieran. Cuando juntas palabras no sólo aspiras a que te lean, que te comenten y que te recomienden. Cuando juntas palabras necesitas sentirte querido. En ese terreno débil que son las páginas de un libro sólo está el autor y el lector. Silencio. Verbos. Imaginación. Palabras. Tacto. Y en esa relación de amor, sólo queda quererse. Los libros son los amantes que coquetean contigo desde la estantería, con la falda más corta o los brazos más prietos, con portadas maquilladas, con títulos que te silban entre muchos otros queriendo irse contigo a casa. Ese hamman lleno de vaho que es una librería abarrotada de libros donde apenas se distinguen las caras necesita el sofá de tu hogar, la almohada de tu cama y el sillón de la ventana. Leer es eso, amarse. Amarse mientras se lee.

Acepto la infidelidad de los libros, sé que gustarán a otros y que sus historias rondan otras camas y otras almohadas. Son, sin duda, los amantes perfectos. Te quieren durante más de trescientas páginas, se quedan en tu recuerdo y se van. Y el autor intenta dejarse querer mientras es leído.

Confieso que muchas veces he visto como un lector, normalmente mujer, quien más lee en ese país, se acercaba a mi libro, lo cogía, lo tocaba y fruncía el ceño leyendo la contraportada. ¿Sí? ¿No? ¿Me llevas?, parecía decir el pobre ejemplar entre sus manos. El autor necesita sentirse querido. Y la única manera de quererle es leerle. Por eso hoy, con el nudo todavía en el cuerpo por el viaje de Nacho a otro lugar desconocido sólo puedo decir que le lean, que cojan alguno de sus poemas, que vuelvan a meterse en sus páginas y sientan que sigue vivo.

¿Qué más podemos hacer por un escritor?

Id a la librería y coged uno de sus libros.