El caso del (supuesto) plagio del rector de la Universidad Rey Juan Carlos ha tomado dimensión planetaria, como diría aquella ministra, y ya ocupa portadas en Gran Bretaña y Estados Unidos. Allí no entienden como, después de publicada la evidencia de que el rector copió párrafos enteros de los trabajos de otros colegas, la Rey Juan Carlos apoye sin fisuras al que puede haber cometido el más grave de los crímenes del ámbito universitario: el plagio es lo peor de lo peor.

La apropiación indebida del esfuerzo intelectual de otro, el expolio del trabajo ajeno, la usurpación del ingenio, la brillantez o las muchas horas de investigación conforman una ofensa cuya magnitud real sólo puede entender el que ha tenido que enfrentarse a las muchas exigencias de la vida académica. Hay que asumir que esta desvergüenza no cala hondo en el grueso de la sociedad: estamos demasiado ocupados protestando por los deberes y los exámenes como para escandalizarnos de esto. Pero llama la atención que en el seno de la misma universidad del (supuesto) plagiador no haya nadie dispuesto a levantarse en armas. ¿Por qué? No puedo evitar recordar a Lázaro de Tormes, que dejaba que el ciego comiese las uvas de dos en dos porque él las cogía de tres en tres.

Me pregunto qué pasará este año con los trabajos de los alumnos de este centro. ¿Qué ocurrirá si un profesor descubre que uno de ellos está calcado de otro anterior, si un chico o una chica decide tirar de archivo y hacer pasar por suyas las disquisiciones de otro? El objetivo de la universidad va mucho más allá de la mera acumulación de conocimientos: su meta es hacer al alumno capaz de pensar. Enseñarle a decidir, a desentrañar, a resolver. Esas cosas, desde luego, uno no las aprende copiando. Pero es difícil que en una casa los hijos sepan comportarse en la mesa si la madre come con la boca abierta o el padre se suena con la servilleta. El cierre de filas del claustro de la URJC en torno a ese padre que (presuntamente) usa el mismo trozo de tela para secarse la boca y limpiarse los mocos es una pésima noticia para la institución y plantea preguntas de amarga respuesta.

Si dejamos que se pervierta la esencia misma de la Academia, que es la ambición intelectual ¿qué nos queda? Yo se lo digo: un territorio peligrosamente abonado para la mediocridad y la endogamia. Un lugar para la omertá, para la molicie, para atrincherarse esperando la devolución de un favor en forma de un puesto a dedo.