Cuando Fulgencio Batista escapó de Cuba, lo hizo acompañado por el más fiel de sus consejeros: el miedo. Con las polainas a la deriva, tomó un avión rumbo a Santo Domingo. Los que lo vieron partir, cuentan que como equipaje llevaba un maletín con jurdós y un teléfono de oro macizo, regalo de la ITT como pago a los servicios prestados. Al otro lado del hilo telefónico, se podía escuchar la voz de un chivo.

La Revolución Cubana había triunfado y Marx llegaba al Caribe. Desde tal materia, arrancaba un espíritu que se iría coagulando con el tiempo. Porque al igual que el hierro solo puede forjarse en caliente, la Revolución Cubana se dejó enfriar, alejándose de la llama feroz de su origen. De ahí, la rigidez decadente de sus estructuras económicas, en las que se revela la fibra del capitalismo cada vez que una jinetera siente la necesidad de llenar la andorga.

El objetivo de toda revolución es conseguir la libertad y con ella la igualdad. Tal y como ha revelado una realidad que no hace trampas, Fidel consiguió todo lo contrario. Abandonó la ideología y abrazó el dogma. Para ello, fusiló al amanecer a gente fiel a la Revolución Cubana, como lo fue Arnaldo Ochoa, luego mentor de revolucionarios que defendieron latinoamerica de la agresión de las políticas paramilitares de Reagan. La doble moral también llevaría a Fidel a perseguir tendencias sexuales y para ello diseñó un sistema policial con olor a sobaquina. Sin ir más lejos, el autor Reinaldo Arenas sufrió la humillación y acabó encerrado en un pozo ciego. Con Fidel, la libertad dejaría de ser un ejercicio óptimo de la voluntad para convertirse en ejercicio pésimo. Se hace difícil respetar un cadáver que jugaba al dominó con Manuel Fraga.

Con todo, desde esta columna no vengo a bendecir la autoridad del capitalismo que representó Fulgencio Batista y tampoco la que abanderan los pijos de Miami. Nada más lejos. En estos días hemos visto las imágenes y resultan patéticos, celebrando su propia derrota. Porque cuando un fulano autoritario fallece en la cama, el pueblo al que subyuga ha de aceptar su derrota colectiva y no bañarla en espuma de triunfo. Fidel ha muerto en la cama y no precisamente de miedo, sino de puro viejo. Ante ese alarde de ridiculez que los de Miami demuestran, quiero contestar a Zoe Valdés con una pregunta. Ahí va: ¿Qué diablos celebráis con la muerte de Fidel, que no sea vuestro propio fracaso?