Siempre me han fascinado los mecanismos de la popularidad y la impopularidad. Qué diferencia una princesa de una bruja. Para mí constituye un bravo misterio la adoración masiva suscitada por Diana de Gales, a mi modo de ver una parásita de la cuna a la tumba. Nunca entenderé cómo tras casarse con un hombre obviamente enamorado de otra (un amor que, ese sí, ha atravesado y sigue atravesando toda clase de pruebas y de ordalías…) e impedido históricamente para dar curso normal a sus sentimientos, la señorita Spencer se atrevió a romper la baraja. Y a presentarse como una Cenicienta desvalida. Miren, yo no le deseo a nadie lo peor. Pero ya les aseguro que es altamente improbable que servidora fallezca en un accidente de tráfico en compañía de un amante megamultimillonario cuya fortuna familiar se ha amasado, entre otras cosas, traficando con armas… De verdad que a mí no me gusta meterme con nadie, y con las difuntas menos. Pero, ¿no podían buscarse una princesa Disney más lograda, más convincente?

En cambio va una y nace en la América profunda, previa a los derechos civiles, hija de un matrimonio desdichado pero que no se rompe porque la madre, niña abandonada en su infancia (las metieron a ella y a su hermanita pequeña en un tren que tardaría diez horas en llegar a algún destino donde alguien, con suerte, las recogería…) no quiso que su descendencia ni se acercara a pasar semejante trago. Va una y nace en Chicago, Illinois, se lo curra, se lanza a la política con sinceridad, arrojo y pasión, pero resulta que por el camino una se ha enamorado de uno que es más caradura y gracioso que una, se casa con él, y una y otra vez, una y otra vez, UNA Y OTRA VEZ, posterga las propias ambiciones políticas para priorizar las de él. Dos por el precio de uno pero el burro delante para que no se espante…

Ella padecía endometriosis (búscalo en el diccionario, anda…), él era un semental sin límites y sin contemplaciones que MINTIÓ a su mujer y a la hija de ambos cuando les hizo creer que había abandonado toda esperanza de golfería a las puertas de la Casa Blanca. Pero hay amor y lealtad e incluso hay mérito más allá del tálamo traicionado. Hillary Rodham Clinton cerró filas con su marido, con su familia y con su país. Salvó la presidencia de Bill y quedó ella a la altura de las alfombras. Muchos creyeron que no actuaba así por nobleza y por coherencia, sino por ambición…

¿Y por qué tengo que creerme yo entonces que Diana amaba tiernamente a Carlos, y no a la tiara de princesa de Gales? ¿Se me nota cómo me desespera tanta injusticia, tanta irracionalidad?

Never give up, le escribí una vez a Hillary Rodham Clinton, cuando yo vivía en Estados Unidos y ella se fajaba, entonces, frente a Barack Obama. No te rindas nunca. Ser demócrata es lo que tiene, que obliga a capear profundísimas aberraciones de criterio. Abismales arrogancias de la chusma. A veces toca pagar el gallo y callar, como Sócrates. Ojalá no haya que “celebrar” los resultados de estas elecciones americanas brindando con cicuta…