Maquiavelo, en nombre de la ciencia, dedicó todo un tratado a desvirgar a esa vieja alcahueta que es la política. En uno de los capítulos de El Príncipe, dejó escrito que los fines del pueblo son honestos puesto que buscan no ser oprimidos, mientras que los fines de los poderosos están relacionados con lo contrario, con oprimir. En el citado capítulo, Maquiavelo no sólo mostró la causa que origina inversiones, simetrías y saltos vitales en el proceso histórico, sino que legitimó la lucha contra la clase dominante. ¡Esa casta!

Todo esto viene a cuento por lo ocurrido con Felipe González. La anécdota de la Universidad no tiene de particular más que su empleo informativo, es decir, desviar la atención del verdadero conflicto engendrado por un sistema económico que no funciona para la mayoría pero que es bendecido por una minoria; la casta en la que encontró su acomodo Felipe González y que en los últimos tiempos ha ido despojándose de valor añadido. Con las carnes y los ropajes caídos muestra los calzoncillos enmierdados de su propia indencencia y los denomina libertad de expresión.

Trampear el uso de los términos, utilizando el nombre de la solución para denominar el problema, es el viejo truco que practica un partido con aspiraciones burguesas cada vez que se llama socialista. En el PSOE hay pocas flores raras. Abundan esas otras flores que no terminan de abrirse, iguales a capullos de bazar chino que chillan su precio desde el mismo escaparate donde Felipe González aplasta la nariz.

En un juego de simetrías, con ganas de invertir el edificio del materialismo histórico o de tumbarlo y dejarlo en horizontal, voy a contestar al tuit del compañero Pablo Iglesias para recordarle que cuando se trata de transformar el sustantivo en verbo, ha de quedar fuera la imagen de toda culpa. Porque de ser culpable, la suya sería una culpa sublime.

Todo acto literario es legítimo cuando el relato se escribe desde el ocaso necesario, espacio que se identifica con el tiempo de los oprimidos y que pone a Felipe González cabeza abajo, enfrentado así a una realidad de la que forma parte desde que despojó de ideología un partido, dejando sólo las siglas.

Por ello, los actos irreverentes contra los poderosos y contra sus símbolos no originan pecado ni culpa, sino que mantienen viva la llama Del principado civil con el que Maquiavelo legitimó el proceso alquímico que convierte el sustantivo en verbo; la sustancia en acción.