El gran Oliver Sacks describió en Musicofilia, su libro de 2007, la relación directísima que existe entre la música y el cerebro. O, más concretamente, la capacidad tan extrema que tiene la primera para sanar o aliviar al segundo. Esa conexión, extraña y potente, otorga a la música un poder enorme que ayuda a afrontar algunas de las circunstancias adversas que a veces confluyen en la vida.

El neurólogo británico diseñó un camino hasta entonces poco explorado entre la musicalidad y nuestro órgano más competente, el que crea el discernimiento, y relató hallazgos prodigiosos sobre lo que pueden hacer unos acordes rotos por un cuerpo –o un cerebro- también roto.

Contó en su obra, publicada en castellano por Anagrama dos años más tarde, numerosos casos que fascinarían a cualquiera. Fundamentalmente, los relatos de Sacks alertaban de la capacidad que tiene la música para curar o para, al menos, atenuar males físicos u orgánicos relacionados con quien manda en nuestra cabeza. Escribió sobre la fortaleza que tiene una melodía para aislar provisionalmente algunos trastornos durante el período en el que la música ejerce su intenso hechizo.

He recordado este extraordinario libro de Sacks al leer la historia que cuenta Pedro Simón en el diario El Mundo sobre Mery Martínez-Gil, la guitarrista y vocalista que dedica parte de su tiempo a cantarle a quienes más lo necesitan: niños que requieren cuidados paliativos. Activista de la ONG Porque viven, la cantante regala su voz y el sonido de su guitarra a pequeños que han estado poco tiempo en la vida, y a quienes no les queda, tristemente, mucho más.

Uno puede hacer con su tiempo, por supuesto, lo que desee. A pesar de que los días son finitos, se pueden aprovechar o se pueden tirar a la papelera digital de una vida anodina sin estrés, triunfos o decepciones. Cada uno decide, casi en cada instante, si situarse en donde se saborea la vida o en donde se esquiva.

En su novela sobre el fracaso Ahora que ya no estás, José María Pérez Collados cuenta que llega un día en que la pregunta ya no es la recurrente “¿qué vas a hacer con tu vida?” sino otra mucho más dura, como asevera el escritor: “¿Qué has hecho con tu vida?”. Sacks tuvo una larga y fructífera. Cuando supo que sólo le quedaban unos meses de vida afirmó que los quería vivir “en la forma más rica, más profunda y productiva posible”. “Quiero y espero, afirmó, profundizar mis amistades, despedirme de la gente que amo, escribir más y viajar más si tengo fuerza para ello, con el propósito de alcanzar nuevos niveles de entendimiento y percepción”.

Quizá haber estudiado tanto el cerebro humano, y a los humanos mismos, procuró a Sacks una sabiduría al alcance de pocos. Por eso hizo más cosas valiosas en esos pocos meses de vida adicionales que le concedió el cáncer que algunos en toda su existencia.

Oliver Sacks adoraba la música hasta un punto extremo. No solo por lo que comprobó que hacía a sus pacientes; también la gozaba en el plano personal. En una ocasión confesó a Eduardo Punset: “Yo me volvería loco si no tuviera mi piano”. Los niños a los que visita Martínez-Gil no tienen un piano, ni tampoco a Sacks; pero la tienen a ella. Dentro de la fatalidad irreversible e injusta ordenada por crueles dioses, ésa es, al menos, una fugaz suerte.