Ahora que el bloqueo político nos obliga a desarrollar una ontología de la espera, una ética de la paciencia y una estética de la postergación, me pregunto si no habrá algo que aprender de Bola de Dragón y Oliver y Benji; aquellas series animadas japonesas con las que crecieron muchos de los que hoy votan, militan y hasta publican. Porque es evidente que, en aquellas mañanas de pijama y cereales de mediados de los noventa, la dilación no restaba espectadores.

Para muchos, aquellas series de Antena 3 fueron el primer contacto con la demora explícita y descarada. Hoy las recordamos con nostalgia, pero también recordamos que Goku podía estar seis episodios cargando una onda vital, y que Oliver dedicaba semanas enteras a regatear contrarios antes de que la portería enemiga apareciese en el horizonte.

Recordamos, en fin, que la seña de identidad de aquellas series era la absoluta desfachatez con la que sus guionistas estiraban el chicle, apurando episodios en la más absoluta inacción, explotando el mercado cautivo de la inocencia. Pero a pesar de que pronto aprendimos a reconocer sus tretas para ganar tiempo, ahí seguíamos todas las mañanas, pegados a la tele, dispuestos a perder el autobús del cole.

Estirar el chicle no era privativo de aquellas series; con ellas nos introducíamos en una tradición que abarca las radionovelas de posguerra y los folletines del XIX. Porque hay algo en la espera, en ese aplazamiento cuyo único fin es generar un nuevo aplazamiento, que resulta profundamente atractivo al ser humano. El psicoanálisis ha dedicado un par de estanterías al asunto; a Sherezade también le dio para unas cuantas noches.

Lo peculiar es que, en estos tiempos de política-espectáculo, los incontables vericuetos de la formación de gobierno -este domingo, la trama secundaria de las elecciones vascas y gallegas- no generan adicción sino cinismo. Convertimos la política en espectáculo, pero no parecemos ser enteramente consecuentes con esa transformación. Quizá sea ése el problema.

Sin embargo, lo que nos mantenía fieles a Goku, Oliver y compañía no era solamente el atractivo de la espera. También seguíamos sus aventuras porque necesitábamos comprobar que al final ganaban los buenos. Es más, sentíamos que no lo podrían conseguir sin nosotros. Por muy frustrante que fuese aquella letanía de episodios vacíos, perseverábamos porque sin nuestro apoyo Oliver terminaría pidiendo el cambio, y Bubú convertiría a Goku en una chocolatina.

Notábamos, intuíamos, que los buenos no podían vencer solos. Y por eso no nos planteamos nunca pasarnos a otra serie porque ésta no estuviese yendo a ningún sitio. Ni se nos ocurrió jamás que apoyar a los malos fuese más útil, por muy expeditivos que parecieran, por mucho poder que acumulasen y por muchas veces que el único bueno que quedase en pie fuera el debilucho de Krilín. Teníamos ocho años, pero ya sabíamos que en esta vida lo menos que se puede hacer es permanecer leal al bueno; se llame Krilín o se llame de otra forma.