Unos sicarios entran en la casa de una familia brasileña en Pioz y degüellan a sus cuatro miembros: Marcos, Janaina y sus dos hijos, David, de un año, y Carolina, de tres. Los cadáveres de todos acaban en bolsas de basura; los de los adultos, descuartizados.

A María, una española que trabaja en México, la secuestran al terminar su jornada de trabajo. La obligan a sacar dinero en varios cajeros y piden un rescate por su liberación. Su cuerpo aparece en un canal de aguas negras, atada de pies y manos, y con una bolsa de plástico en la cabeza.

La maldad existe.

En nuestras sociedades se ha acabado abriendo paso la idea roussoniana -y plenamente burguesa- de la bondad universal humana. La crueldad es hoy inconcebible. Sólo se entiende como reacción a un entorno podrido que corrompe a la persona. Por tanto, el individuo no es, en el fondo, responsable o culpable de nada. El delincuente, como el terrorista o el asesino, es, en última instancia, producto del entorno; más aún, una víctima, un desgraciado a quien las circunstancias le han desviado del camino. Alguien equivocado que merece antes compasión que castigo.

Digamos que en su viaje en el tiempo, el concepto ilustrado del hombre como ser noble por naturaleza ha llegado a nuestros días convertido en caricatura, incluso en quincalla ideológica. Podríamos decir que en tres siglos hemos pasado de Rousseau a Summers: To er mundo é güeno.

No ha llegado el día en que quepa suponer que los asesinos de Pioz o de México levantarán, una vez detenidos, oleadas de comprensión ni manifestaciones de simpatía. Sin embargo se me ocurren criminales similares que hasta han sido jaleados en la calle. Sus atrocidades venían sustentadas por un relato, es cierto. Y eso las hace particularmente vomitivas.