Cuando vaya a morirme, esas últimas horas, querré una fiesta. Como hizo Betsy Davis en California hace mes y medio. Es verdad que, ahora, aún vivo y sin una expectativa cercana conocida de perder esta condición, no me gustan demasiado las fiestas, pero esa sí la disfrutaré.

La quiero con los que me quieren, y alejado de los que no me quisieron. La quiero con mis hijas muy cerca y sanas, en plenitud; confortado por mi familia, a cuyos miembros prohibiré, como también hizo la artista que se enfrentó al ELA, las lágrimas delante de mí. La quiero, sí, con los pocos amigos que nunca desearon utilizarme, sino procurar mi felicidad. O alcanzar la de ambos –la de todos- conjuntamente, que es algo que se le parece lo suficiente. Y lejos, muy lejos de algunos que me dañaron, o lo intentaron. Y, más importante aún, en paz con aquellos a los que, seguro que sin pretenderlo, pude haber importunado.

Esto es un viaje –nadie dijo nunca que fuera solamente divertido, ni tampoco eterno- y, al final del mismo, me gustaría arribar al destino ineludible sin más urgencias que la paz absoluta; sobre todo conmigo mismo, habiéndome perdonado por lo que que hice mal y sosegado por lo que hice bien; armonía también con los demás, con quienes espero no tener deudas, sobre todo emocionales. En paz con el mundo, en paz con la vida.

Resulta evidente que sólo algunos pueden elegir cómo concluir el trayecto. Y es un inmenso privilegio poder hacerlo. Pero es mucho mayor si, en esa conclusión, uno se abruma de tranquilidad; si no hay dolor; si uno transita esa frontera que ya no es imaginaria como verdaderamente quiere. ¿Qué otro derecho más importante puede tener uno que elegir la fecha y el modo de su muerte? ¿Qué otra clave es más importante en la vida que elegir cómo se desarrollen nuestras últimas horas?

Sin embargo, nos morimos mal. La gran mayoría, sumida en el dolor; con frecuencia, exhaustos por un sufrimiento que ha durado demasiado y que ha sido alarmantemente agudo, inhumano como pocos lo son, en su intensidad. Nos morimos a menudo lejos de nuestra casa, apartados de todo aquello que nos ha anclado a la vida, de todo aquello que nos ha hecho amar la vida, a pesar de todo.

Dicen que no hemos venido a este viaje a ser felices, y que esa idea pertenece a los cuentos de hadas; insisten, algunos, en que hemos venido a aprender. Ojalá que ese último día aparezca sólo cuando tenga la sensación de que averigüé por qué vine. Cuando, al fin, le haya encontrado una explicación sostenible a la vida, una justificación que previamente haya huido de la banalidad, y también de la casualidad. Quizá sea eso lo que encauce esa paz última y definitiva.

Quiero, cuando vaya a concluir esa fiesta, dejarme inundar por la sensación de que he exprimido este viaje hasta sus últimas y más extrañas consecuencias. Que lo vi todo, lo sentí todo.

En paz con el cielo y con el infierno, espero, y también con las autoridades locales; no tengo prisa alguna porque llegue ese día, pero en el momento justo ingeriré las pastillas adecuadas mientras se esconde mi último sol y nace un nuevo día para todos los demás, mientras suena Late for the sky, de Jackson Browne. Así, hasta que se oculte el sol. Así, hasta que el silencio lo arrebate todo. Hermoso final, ¿no creen?