José Manuel Soria había ganado el concurso, declaró Rajoy unas pocas horas antes de que el ex ministro de Industria haya tenido que renunciar al Banco Mundial presionado por el propio Mariano, su antaño defensor. El PP, hay que reconocerlo, es un partido de militantes afortunados que siempre han tenido un concurso que llevarse al bolsillo mientras sean obedientes, fieles y leales y no causen problemas al jefe.

Rita Barberá, ni les cuento a ustedes los concursos que esconde en la buchaca. Francisco Correa ganó tantos que tuvo que repartirlos a espuertas con un sinfín de alcaldes y cargos de Madrid y Valencia. Luis Bárcenas no se llevó uno sino cuarenta millones de ellos cuando era el máximo responsable de los concursos, los maletines y los sobresueldos que entraban y salían de la sede del Partido Popular en Génova 13. Jaume Matas los ganó en palacetes y en televisores Bang&Olufsen que repartió por todas las habitaciones, baños incluidos, del château. Francisco Granados se los llevó en metálico y en especias. Ignacio González en áticos. Rodrigo Rato en black. Francisco Camps en trajes. Y Ana Mato se llevó el cum laude con los globos, las primeras comuniones, los viajes del servicio y el Jaguar de su marido que la pobre nunca vio en el garaje de casa.

No sería de extrañar que, como le ha pasado a Soria, todos éstos tengan que ir devolviendo juicio a juicio el concurso que nunca tenían que haber ganado.

El caso Soria, al margen de su renuncia de este martes, es un ejemplo más de la impudicia a la que nos tiene acostumbrados este gobierno. En primer lugar, porque el mensaje que desprendía semejante dedazo nos decía sin rubor alguno que daba igual que usted dejara un Ministerio por haber participado en sociedades afincadas en paraísos fiscales porque al final, gracias al Gobierno amigo, podría irse a trabajar al Banco Mundial con un salario neto de 260.000 euros anuales.

Resulta indiferente, llegados a este punto, que la metodología de la designación pudiera ser legal, cuando lo que nace corrompido es el principio de amiguismo que lleva a Luis de Guindos a ofrecerle el puesto a su íntimo con la connivencia de Mariano Rajoy, siempre con su connivencia, ya que nada se mueve en el paraíso sin que lo sepa él.

En segundo lugar, porque reflejaba –además de una torpeza sin igual– lo que este Gobierno piensa de la ciudadanía y del resto de fuerzas políticas al hacer pública tan controvertida decisión un minuto después, uno, de que Mariano Rajoy perdiera el debate de investidura y se convirtiera en el primer presidente de la democracia española al que rechaza el parlamento. Nocturnidad y alevosía para que, ilusos ellos, no fuera objeto de debate esta penúltima fechoría.

Y en último lugar, pero no por ello menos importante, el caso Soria delata con tristeza hasta qué punto los dirigentes de un partido, el primero de España en número de militantes, son capaces de rendirse, de mirar para otro lado, de humillar la cerviz sin cuestionar al líder por semejante tropelía, salvo las medias críticas de Cifuentes, Feijóo o Herrera, tres versos más o menos sueltos frente a la defensa a ultranza y sin fisuras en torno al amo.

La renuncia del José Manuel Soria ya no frenará que podamos asomarnos al bosque y es muy probable que esta defensa a ultranza y sin fisuras en torno al amo pueda empezar a resquebrajarse en las próximas semanas cuando la enésima judicialización de Gürtel, Bárcenas, su ordenador destrozado a martillazos, Púnica o la tarjetas black pongan en el paredón al PP de Mariano Rajoy en medio de una improbable nueva sesión de investidura o, quién sabe, en puertas de una terceras elecciones en menos de un año.

Si por un casual improbable el presidente popular cayera a golpe de tribunal, Luis de Guindos ya no estará en el camino de la sucesión. Su amigo José Manuel Soria y su menos amiga Soraya Sáez de Santamaría le habrán apartado de él.