El 5 de agosto de 1934, poco después de la ‘Noche de los Cuchillos Largos’, William E. Dodd, primer embajador de Estados Unidos en la Alemania nazi, escribió en su diario: “En un momento en que cientos de personas han sido ejecutadas sin juicio ni sentencia alguna y cuando tantos tiemblan de miedo, los animales tienen garantizados derechos con los que los hombres y mujeres no pueden ni soñar”.

Ilustración: Javier Muñoz

Dodd era un embajador atípico. Catedrático de Historia en la Universidad de Chicago, de profesión, y granjero por vocación, había sido nombrado por Roosevelt, tras la negativa de candidatos más idóneos, por haber hecho sus estudios de doctorado en la Universidad de Leipzig y conocer bien la cultura e historia alemana.

Dodd y su familia habían llegado, de hecho, con la mejor de las predisposiciones hacia esa experiencia política innovadora que parecía galvanizar el alma germánica, en el momento del acceso del nacionalsocialismo al poder. La experiencia de conocer a Hitler, Goering o Goebbels y, sobre todo, los actos de violencia callejera y el inicio de la persecución de los judíos, fueron sin embargo agriando su juicio sobre lo que estaba en marcha.

La purga sanguinaria de disidentes, enmascarada por Hitler en la represión de una supuesta conspiración en el seno del movimiento nazi, fue para ellos el punto de no retorno. “No hay nada tan repulsivo como contemplar al país de Goethe y de Beethoven en esta reversión hacia la barbarie”, cablegrafió el embajador al secretario de Estado, Cordell Hull.

Dodd decidió rechazar la invitación a asistir a los actos del partido nazi, en concreto a uno de los megaeventos de Nuremberg, no acudir a ninguna recepción y no participar en ninguna actividad diplomática que no fuera estrictamente oficial. “Es tan humillante tener que darles la mano a asesinos reconocidos y confesos”, escribió.

Esta especie de autoexclusión, basada en sus escrúpulos morales, terminó haciendo imposible su labor como embajador. Máxime cuando el aislacionismo y el apaciguamiento con Hitler eran todavía las voces dominantes en la sociedad y la administración norteamericanas.

Dodd fue sustituido a finales de 1937, dedicándose hasta su prematura muerte, tres años después, a explicar en conferencias, algunas multitudinarias, lo que estaba incubándose en Alemania. En concreto, advirtió en Boston, ante el asombro de muchos, que el propósito de Hitler era “matar a todos” los judíos.

Durante setenta años la figura y el ejemplo moral de Dodd quedaron olvidados. Hasta que en 2011, a partir de sus diarios, el gran escritor Erik Larson, mundialmente conocido ya por El demonio en la ciudad blanca, publicó un libro fascinante, In the garden of beasts.

“Es tan humillante tener que darles la mano a asesinos reconocidos y confesos”, escribió

El título parte del doble sentido que para los Dodd adquirió el hecho de vivir en una de las calles que rodeaban el Tiergarten, uno de los principales parques de Berlín, así denominado por albergar el zoológico. De ahí, la referencia del diario del embajador a lo protegidos que estaban los animales, en comparación con los actos de bestialidad cotidiana que padecían los humanos no afectos al régimen.

“A Dodd le impactaba una y otra vez la extraña indiferencia hacia la atrocidad que se había extendido por toda la nación -escribe Larson-, la disposición del pueblo llano y de los elementos moderados del Gobierno a aceptar cada nuevo decreto opresivo, cada nuevo acto de violencia, sin la menor protesta”.

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A medida que he ido viendo los ocho capítulos de la serie de HBO, basada en la novela de Fernando Aramburu Patria, no he podido dejar de pensar en las reflexiones y sentimientos del embajador Dodd y especialmente en el título del libro de Larson.

En el microcosmos de ese pueblo imaginario, arracimado a los dos lados del río, en el que señalan al 'Txato' -y hasta le excluyen de las excursiones en bici- por no haber pagado el impuesto revolucionario; en el que le hacen el vacío a su familia, una vez que lo matan bajo la lluvia, sin que nadie proteste por ello; y en el que las madres de los asesinos justifican a sus hijos en la iglesia, hablando con la imagen de San Ignacio de Loyola, están condensados todos los horrores de los totalitarismos del siglo XX.

Cualquiera que mire con distancia lo sucedido en el País Vasco, durante las cinco décadas en las que ETA asesinó inicuamente a cientos de personas de la más dispar condición, concluirá que esos actos abominables nunca hubieran podido perpetuarse en el tiempo sin esa “extraña indiferencia hacia la atrocidad”, convertida en aquiescencia práctica de la sociedad.

El relato de Aramburu sólo tiene de ficción los nombres de los personajes. Lo demás es la genuina realidad de una Euskadi profunda, moldeada por la aspereza del clima, el primitivismo de unas relaciones personales controladas desde los pucheros por un matriarcado asfixiante y las paradojas de una vida cotidiana, bajo la perenne sombra de la Iglesia, pero con el “me cagüen Dios” siempre al borde de los labios.

En ese hábitat endogámico y monolítico, el virus del nacionalismo, la idea de la “patria oprimida”, el irredentismo de la lucha interminable y la aberración del fin que justifica los medios prendieron igual que en la Alemania nazi, la Rusia soviética o la Camboya de los jemeres rojos. Bastaba que surgiera un movimiento capaz de arrogarse la representación del conjunto del pueblo y el papel de intérprete de la causa común, para que cualquier bestialidad encontrara justificación o disculpa.

Sobre todo si, como ha sido también el caso de Irlanda del Norte con el IRA, contaba con la bendición de la matriarca máxima, la santa madre Iglesia. Las escandalosas palabras del tal Mikel Azpeitia, expárroco de Lemona, reconociendo que se alegraba de los asesinatos de guardias civiles, tienen su fiel trasunto en la conducta de ‘don Serapio’, el cura que alienta y protege en Patria la decisión de ‘Joxemari’ de integrarse en ETA y en la del ‘padre Goizueta’ que estimula en La Línea Invisible a Xabi Etxebarrieta, uno de los fundadores de la banda, tan minuciosamente evocado por Ignacio Amestoy en EL ESPAÑOL, a practicar la lucha armada.

El relato de Aramburu sólo tiene de ficción los nombres de los personajes. Lo demás es la genuina realidad de una Euskadi profunda

Pero la vileza ética de todos ellos -hay que decirlo sin ambages- queda sintetizada en la farisaica homilía que yo presencié el 8 de mayo de 2000, en la que el Obispo Uriarte, aprovechó el funeral de cuerpo presente de José Luis López de Lacalle, para pedir al ministro del Interior el acercamiento a cárceles vascas de sus asesinos.

La similitud entre el imaginario pueblo del ‘Txato’ y el Andoain de López de Lacalle es escalofriante. Por algo la serie de televisión utiliza como emblema un paraguas granate, como el que llevaba nuestro columnista cuando le mataron. Nunca podré dejar de emplear esa primera persona del plural, pues mantengo vivos el calor de los abrazos de su viuda, de su hijo y de su hija -una familia tan entrañable y lúcida como la de Patria- o la indignación por las pintadas en su propio domicilio y por las sádicas llamadas anónimas tras el asesinato.

Todo lo que escribió Aramburu es real como la muerte misma. Sólo que los dirigentes abertzales que expresamente justificaron, sobre el terreno, la eliminación física de un veterano antifranquista como López de Lacalle tienen nombre y apellido; y el principal de todos ellos fue el mismo Arnaldo Otegui al que ahora Pablo Iglesias acaba de incorporar, mediante el pacto del presupuesto, a lo que él llama una “nueva dirección de Estado”.

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Al día siguiente del asesinato, con el cuerpo insepulto de José Luis velado por curtidos sindicalistas, Otegi amachambró a sus huestes en una desafiante convocatoria, al pie, claro, de la iglesia del pueblo, para difundir una elocuente justificación de aquellos tiros en aquella nuca. Siempre más garoso que garboso, Otegi dio a entender que éramos muchos los que, como López de Lacalle, merecíamos ser devorados por la banda.

“ETA pone sobre la mesa el papel que a su juicio están desempeñando los medios de comunicación que practican una estrategia informativa de manipulación y de guerra en el conflicto entre Euskal Herria y el Estado”.

Cuando dieciséis años después, anteayer como quien dice, Jordi Évole le preguntó si “¿matar a un periodista es una manera de poner un tema sobre la mesa?”, Otegi repitió por tres veces: “Desde el punto de vista de ETA, sí”.

Lo mismo que me contestó mi excompañero de colegio, el arrepentido Soares Gamboa, cuando yo le pregunté si mis opiniones eran motivo suficiente para que hubiera intentado asesinarme, en compañía de otros miembros del ‘comando Madrid’. Lo mismo que el ‘Joxemari’ de Patria viene a decir, encogiéndose de hombros, cuando por un instante se pregunta si hay motivos para liquidar al vecino en cuyo piso ha correteado tantas horas siendo un chaval.

Palabra de ETA; te matamos, señor. La diferencia es que esos dos, por muchos asesinatos reales o imaginarios que llevaran a sus espaldas, no pasaron de monaguillos y Otegui nunca dejó de formar parte de la ‘Conferencia Episcopal’, ora integrada en la propia banda, ora camuflada bajo los disfraces de Batasuna. Esa salida por la tangente recuerda en su boca la célebre desvergüenza de Franco cuando, refiriéndose a un militar leal a la República, explicó que “a ese le mataron los nacionales”.

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Al menos desde la famosa sesión de la Herriko Taberna de Pamplona, en 2013, en la que Pablo Iglesias expresó su admiración porque “ETA fue la primera en darse cuenta de que determinados derechos no se pueden ejercer en el marco de la legalidad española”, el líder de Podemos ha basado su proyecto de destrucción del Estado Constitucional en un permanente ‘diálogo de religiones’ con el Tiergarten abertzale.

Otegi dio a entender que éramos muchos los que, como López de Lacalle, merecíamos ser devorados por la banda

Soslayando, por supuesto, la incongruencia entre los mitos de la lucha de clases y los de la lucha de etnias, todo su empeño ha consistido en sumar fuerzas con Bildu, Esquerra Republicana y quien haga falta, para liquidar el legado de reconciliación y convivencia, plasmado en lo que él mismo definió desdeñosamente como “el papelito aquel del 78”.

De hecho, cuando Oskar Matute anunció el jueves en el Congreso que, con su apoyo al presupuesto de Sánchez “hoy empieza todo” y Arkaitz Rodríguez apostilló en el Parlamento vasco “vamos a Madrid a tumbar definitivamente ese régimen”, ejercían a la vez de portavoces de Bildu y de Pablo Iglesias.

Hoy, como hace veinte años, los medios de comunicación que materializan el pluralismo de la libertad de prensa y canalizan la opinión pública, son uno de los principales obstáculos para ese proyecto revolucionario. De ahí que esta vez le haya correspondido a Iglesias ‘poner sobre la mesa’, en su reciente entrevista en Página 12, la antinomia de que “en España esté creciendo una mayoría social republicana”, mientras “un 90% de los medios importantes respalda casi sin matices a la Monarquía”. Adobado todo ello, claro, con referencias a las “mentiras” de los medios, sus vínculos con la “ultraderecha” y las imposiciones de la “propiedad”.

Y aunque la forma de poner todo eso ‘sobre la mesa’ no vaya a ser la avalada por Otegi hace veinte años, el lote completo sí implica su blanqueo retrospectivo. Todos sabemos que la clave siempre está en el final de la película. Y nada tiene que ver que termine con el abrazo de Bittori, la pobre viuda enferma, con la madre de 'Joxemari', después de que el etarra preso haya pedido perdón por el asesinato del 'Txato', a que termine con el acercamiento a cárceles vascas de los asesinos impenitentes y contumaces del matrimonio Jiménez-Becerril, en estudiada sincronización con el “sí” de Bildu al Presupuesto.

Esta semana queda más claro que nunca que Sánchez sabía lo que se decía cuando advertía que no podría dormir con ministros de Podemos. Pero ha resuelto el problema, dejándose hipnotizar por Iglesias y recurriendo al sonambulismo. Por muy listos que se crean los que le rodean, el presidente camina hacia el abismo. No me extraña que la Ley Celaá trate de amortiguar las cosas, con esa oportuna enmienda, promoviendo en las aulas, muy en línea con lo observado por el embajador Dodd, la “empatía con los animales”. Algunos, que yo conozco, van a necesitarla en grandes dosis.