Estoy de acuerdo con todos los que, recapitulando sobre la gestión de la pandemia por parte del gobierno de Sánchez, sostienen que es imposible hacerlo peor. Siempre y cuando se me permita añadir que no es difícil hacerlo igual de mal.

Es cierto que la tardanza en la adopción de medidas drásticas, la autorización de actos masivos que debieron ser prohibidos, los bandazos en la estrategia sanitaria, los errores en la adquisición de material, la arbitrariedad en la desescalada y sobre todo la manipulación del número de muertos para camuflar todo lo anterior, han puesto el foco de la prensa internacional en la torpeza de nuestro Ejecutivo.

Ilustración: Javier Muñoz

Pero, al margen de que críticas muy parecidas, o incluso de mayor calibre, se han dirigido a mandatarios de tan diverso pelaje como Trump, Johnson, Bolsonaro, Macron o Conte, los desempeños de los gobiernos autonómicos de Torra y Díaz Ayuso tampoco saldrían mejor parados, si recibieran el mismo nivel de atención.

Baste pensar lo que se diría de Sánchez si un alto cargo del Ministerio de Sanidad hubiera dimitido por considerar que se estaban anteponiendo criterios políticos a la preservación de la salud pública. O si apareciera un documento aconsejando a las residencias de mayores no derivar a los infectados de coronavirus a los hospitales y la única respuesta fuera que se trata de un "borrador" difundido "por error". O si un miembro de su Gobierno hubiera advertido a otro por escrito de las "muertes indignas" que esa práctica acarrearía.

La pandemia ha creado una situación tan imprevista y devastadora que lo sorprendente habría sido que políticos tan poco cualificados como los nuestros hubieran tomado decisiones idóneas. Con el breve paréntesis de los primeros años de la Transición, venimos arrastrando la "ausencia de los mejores", denunciada por Ortega hace un siglo, y eso afecta igual al PSOE que al PP.

Coincido con mi admirado Echanove -creo que fue el primero que lo dijo en nuestras Conversaciones Pandémicas- en que "cualquiera que gobernara" habría cometido "los mismos errores". La diferencia estribaría en que a un gobierno del PP se le estaría reprochando haber autorizado todos los actos del 7 y 8 de marzo -manifestaciones incluidas- para que sus aliados de Vox pudieran celebrar su anhelada asamblea triunfal.

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Reitero que las mentiras de Marlaska son punto y aparte. No pertenecen al ámbito de las equivocaciones sino al de las infamias, ante las que no podemos transigir. Sobre todo después de haberle visto atrincherarse esta semana tras unas ruedas de molino, trenzadas con hormigón armado, con las que pretende hacernos comulgar.

Pero los españoles de hoy no tenemos esas tragaderas propias de los siervos de la gleba. Sus obscenos embustes ofenden a nuestra dignidad como ciudadanos. Y no digamos sus chulescos desplantes, golpeando con impostada rabia el micrófono del escaño, al final de cada interpelación, como si su brazo tonto fuera el estoque de madera con el que se percute en la testuz del astado, al hacer un estatuario tras cada serie de naturales.

Muy bien, vuelvo con Montaigne, la "mentira es un vicio maldito" que deberíamos "perseguir hasta la hoguera", en forma de dimisión o cese, "con más justicia que otros crímenes". Pero no estaría mal repasar cuántos de los actuales diputados y senadores del PP aplaudieron a Rajoy, aquel 1 de agosto de 2013, cuando sostuvo que descubrió que Bárcenas era un "falso inocente" el día que se desveló su botín en Suiza y todos sabían que le había mandado el SMS con su "Luis, sé fuerte", con posterioridad a esa fecha.

No estoy alegando que la impunidad de aquella burda mentira de Rajoy o de las subsiguientes de Cospedal, Soraya y compañía justifiquen la pretensión gubernamental de otorgarle ahora una bula equivalente a Pinocho Marlaska. De igual manera que no alego que haya que llamar "asesinos" a Díaz Ayuso y Ruiz Escudero por el hecho de que haya quienes se lo llaman con insistencia a Sánchez e Illa.

Vuelvo con Montaigne, la "mentira es un vicio maldito" que deberíamos "perseguir hasta la hoguera", en forma de dimisión o cese

El hecho de que quienes más han bramado contra el inquilino de la Moncloa sean en su mayoría devotos seguidores del rompe y rasga de la presidenta madrileña, ahora en graves apuros, también penales, debería hacernos reflexionar a todos. Sobre todo a ellos mismos.

Mi argumento contra los encrespadores de uno y otro signo es que el atrincheramiento en la defensa de lo indefendible y el recurso a la exageración y el exabrupto son síntomas de la debilidad e impotencia, comunes hoy al Gobierno y a la oposición, y fruto del árbol del disenso.

Las lamentables campañas gubernamentales para lelos que inundan las redes sociales, recordando que Aznar y Rajoy también destituyeron a altos cargos incómodos, negociaron con el separatismo catalán, se reunieron con dictadores latinoamericanos o tuvieron tratos infamantes con los proetarras no legitiman ni blanquean un ápice los abusos, tropiezos y contubernios detestables de Sánchez. Los sumergen por el contrario en un lodazal común que alberga lo peor de la política.

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Debemos pasar del "y tú, más" al "y nosotros, menos". Pero eso sólo es patrimonio de los fuertes y, a falta de los mandatos rotundos de las mayorías absolutas, la fortaleza se adquiere a través de los grandes acuerdos.

Si existiera una dinámica de colaboración entre el PSOE y el PP en los grandes asuntos de Estado que son ahora mismo la prevención de una nueva oleada del virus y la reconstrucción de la economía, Marlaska habría dejado de ser ya ministro, Pablo Iglesias tendría que cambiar de actitud o marcharse del Gobierno y, por supuesto, ni Rufián, ni Otegi conservarían su actual protagonismo e influencia como parte de la mayoría gubernamental.

Fijémonos en ambos. Tras una etapa de aparente moderación, el portavoz de Esquerra ha vuelto a sus modales de matonismo de taberna. Este miércoles Rufián se superó a sí mismo cuando proclamó desde la tribuna que "sólo un fascista se siente amenazado por el antifascismo".

Hacía tiempo que no se nos mostraba un tebeo tan ridículo de malos y buenos, basado en aquello de "culpable el que tiemble" que el propio franquismo esgrimía, cuando alegaba que sólo los subversivos debían temer las medidas contra la subversión. Cada vez tengo más claro que este hombre habría hecho carrera en la Falange.

No puedo, en cambio, tomarme a risa al líder de Bildu. Porque hoy hace un mes del vigésimo aniversario del asesinato de José Luis López de Lacalle y no puedo dejar de recordarle presidiendo, a la mañana siguiente del crimen, una desafiante concentración ante la iglesia de Andoain, a modo de réplica de la que una hora antes habían celebrado las fuerzas democráticas para expresar su repulsa.

Hacía tiempo que no se nos mostraba un tebeo tan ridículo, basado en aquello de "culpable el que tiemble" que el propio franquismo esgrimía

Otegi estaba rodeado de un centenar de fanáticos, entre los que sin duda se encontraban aquéllos que, con la nocturna alevosía más repugnante imaginable, habían humillado a la familia de nuestro compañero, aún de cuerpo presente, rodeando su vivienda de pintadas como "Foro de Ermua, hijos de puta" o "De Lacalle jódete, asesino". Y nunca podré olvidar que fue Otegi quien culminó esta macabra inversión de los términos de lo ocurrido, presentando el asesinato como poco menos que el encuentro de un enemigo del pueblo vasco con su inexorable destino. Sus palabras quedarán para siempre en la más inmunda antología de la vileza:

-ETA pone sobre la mesa el papel que, a su juicio, están desempeñando los medios de comunicación que practican una estrategia informativa de manipulación y de guerra en el conflicto entre Euskal Herria y el Estado.

Me alegro de que aquel macabro monaguillo haya dejado de ayudar a ETA a poner cadáveres sobre la mesa e incluso puedo reconocer que jugó un papel positivo, fruto de su legítima ambición política, en el posterior "proceso de paz". Pero de igual manera que en 40 años como director nunca he dado cobijo periodístico a quien hubiera practicado el terrorismo, por grande que hubiera sido luego su viaje a las antípodas, tampoco podré nunca dejar de sentir arcadas cada vez que vea a este individuo formar parte de una mayoría política. Podrán prescribir los delitos; la ignominia nunca.

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Póngaseme pues a la cabeza de los indignados por las compañías que es capaz de aceptar Sánchez. Pero una vez proferidos los gritos de rigor, seguiremos teniendo la misma aritmética parlamentaria y sólo una iniciativa política de envergadura por parte del PP podrá sacar al presidente y su equipo de estrategas del dilema del bochorno o la derrota.

Sánchez no ha llegado hasta aquí para tirar la toalla. Va a seguir prefiriendo que le pongan cien veces amarillo a una vez colorado. Su Gobierno no caerá porque la ley de la gravedad funciona en la política de forma inversa a como opera en la física. Cuanto más grave es lo que se le achaca a un gobernante, mayor es su resistencia hacia arriba, pues siempre esperará que nuevos acontecimientos relancen su prestigio y popularidad.

A menos que Casado y su equipo dispongan de una fórmula magistral, que a todos se nos escapa, para acortar significativamente la legislatura, deben ser conscientes de que la cuenta atrás hacia la hora de la verdad de los Presupuestos ha comenzado. Si Sánchez logra reproducir la mayoría de su investidura en torno a unas cuentas públicas que, naturalmente, estarán plagadas de concesiones nefastas a Podemos, al separatismo catalán y al nacionalismo vasco, su continuidad en la Moncloa quedará garantizada, al menos durante dos años más.

La primera fecha electoral imaginable sería, en ese contexto, el otoño de 2022; pero también podría postergarse hasta la primavera del 23 o incluso hasta el término de la legislatura, previsto para ese noviembre. Casado y sus jóvenes colaboradores pueden esperar ese tiempo, como hizo Rajoy entre 2008 y 2011, y fiarlo todo a una aplastante victoria final, pero está por ver que la sociedad española esté dispuesta a esperarles y no castigue su inhibición ante la emergencia actual.

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Puede parecer surrealista que vuelva a la carga con mi insistencia pactista, precisamente al cabo de una semana en la que las palabras frenéticas han alcanzado en el Parlamento cotas inauditas de paroxismo. Pero como ya sólo nos queda aguardar a que, por este camino, las agresiones verbales se conviertan en físicas y en vez de una sesión de control nos toque narrar una tangana, creo que ha llegado el momento de purificar el hemiciclo -y la vida política española- mediante una suevotaurilia, digna de la antigüedad clásica.

Sánchez no ha llegado hasta aquí para tirar la toalla. Va a seguir prefiriendo que le pongan cien veces amarillo a una vez colorado

No son ganas de ponérselo difícil a los lectores. La suevotaurilia era una de las principales lustraciones, mediante las que los griegos y romanos pretendían que los dioses les fueran propicios. Consistía en el sacrificio de un cerdo (sus), un cordero (ovis) y un toro (taurus) en el lugar en el que previamente habían ocurrido calamidades, como la destrucción de un templo o la ruina de una cosecha.

Adaptada a lo que nos ocurre, la ceremonia consistiría en una procesión conjunta de los grupos parlamentarios del PSOE y el PP que daría tres vueltas al edificio del Congreso, conduciendo como ofrendas cautivas a los tres populismos que envenenan nuestra convivencia. El toro representaría a la extrema derecha de Vox; el cordero, con un lobo debajo, a la extrema izquierda de Podemos y el cerdo, con perdón, el genuino cerdo ibérico catalán, criado en un entorno salvaje, "con vocación identitaria" -como decía no hace mucho La Vanguardia-, al separatismo.

El cortejo penetraría entonces en el palacio de la Carrera de San Jerónimo y, en presencia de Meritxell Batet, sería recibido por Sánchez y Casado. Adriana Lastra y Cayetana Álvarez de Toledo harían entonces las ofrendas a su respectivo "padre Marte", comprometiéndose, a título personal y en nombre de sus compañeros, al sacrificio expiatorio de no volver a recurrir jamás ni a los votos, ni a los argumentos, ni a los modales de esos tres populismos.

Batet se quedaría con los animales, aislándolos en dependencias estancas, en régimen de cuarentena estricta, renovable durante toda la legislatura, a efectos de impedir el contagio de sus enfermedades. Y los dioses Pedro y Pablo permanecerían a solas, buscándose a sí mismos en el Salón de los Pasos Perdidos.