Un espectro recorre Europa, un huracán arrasa la península y no es el coronavirus. Nadie lo sabe tan bien como los ministros y ministras del PSOE, azotados por su ímpetu y desarbolados por su furia. Varios de ellos van diciéndolo por las esquinas: "Mírala, mírala, mírala". Es el huracán Irene.

Ilustración: Javier Muñoz

Los más prominentes miembros del gobierno piden que nos fijemos en Irene Montero. Que la escuchemos (si en medio del rugido del vendaval somos capaces de oír algo). Que hablemos con ella (si su ametralladora verbal deja resquicio para colar alguna que otra palabra). Pero, sobre todo, que le dediquemos la atención que merece. Que repasemos sus intervenciones públicas, sus aportaciones legales, sus propuestas políticas, hasta los tuits de ella y de su entorno.

La primera vez que recibí ese ruego pensé que los socialistas se sentían orgullosos de haber incorporado savia nueva y brillante a un ejecutivo de izquierdas y pedían reconocimiento social por ello. La segunda vez empecé a colegir que se trataba de una instancia en modo irónico, impulsada por lo que inicialmente fue asombro, para trocar en estupor y devenir ya en abierta estupefacción. La tercera vez me di cuenta de que lo que buscaban era, en realidad, un muro de las lamentaciones en el que encontrar comprensión, indulgencia e incluso un punto de conmiseración, dentro del género vaticanista: "Señor, qué he hecho yo para merecer a ésta".

En conjunto, la plana mayor del PSOE cree estar ensamblando un Gobierno bien coordinado, en el que Sánchez asume el protagonismo y la iniciativa en torno a valores como el diálogo, la progresividad fiscal, la sostenibilidad y el feminismo. A su lado, ven en Pablo Iglesias a un político de altura que puede acceder sin riesgo a los grandes secretos de Estado.

Todo son elogios, también, para los ministros Garzón y Castells, pegados al terreno en dos causas tan nobles como la restricción del juego entre los jóvenes y la mejora de las universidades. Incluso creen que, aunque le colaran la ocurrencia de la guía que insta a cada asalariado a irse a casa si su empresa no le protege suficiente del coronavirus, la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, tiene el sentido de la disciplina propio de Izquierda Unida y no será nunca un problema.

Todo sería perfecto, si no fuera por Irene porque "el problema -dicen- es Irene"; porque "esta mujer -añaden- es una bomba de relojería"; porque "tenemos un conflicto con patas -concluyen- en la mesa del Consejo de Ministros"; y "lo peor -rematan- es que ella manda mucho sobre Pablo". Hasta aquí el autoengaño.

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El insomnio no ha llegado aún a la Moncloa. Lo que de verdad quitaba el sueño a Sánchez era el riesgo de dejar de ser presidente y ese peligro ha quedado conjurado, al menos durante un par de años. Habrá o no presupuesto, pero hay Gobierno y seguirá habiéndolo, en cualquier caso.

Desde ese punto de vista oficialista, lo que de verdad está en crisis es la oposición: en el PSOE se frotan las manos ante la perspectiva de que se cumpla el pronóstico del sondeo de ETB y la coalición PP-Cs se quede en el Parlamento vasco con sólo 5 o 6 escaños, de los cuales dos serían para los naranjas. Si la "operación Iturgaiz" se saldara con una reducción de dos tercios de los escaños del PP, Casado se convertiría en el pim-pam-pum mediático, con Cayetana como aliciente adjunto. Y si encima Feijóo perdiera la mayoría absoluta en Galicia, para qué hablar.

"El problema -dicen- es Irene"; porque "esta mujer -añaden- es una bomba de relojería"

La visión del Titanic del centro derecha hundiéndose el 5 de abril estimula las secreciones gástricas de sus eternos rivales. Algo así como si los culés vivieran un día el descenso del Real Madrid a Segunda División.

Pero esto también es parte de la fantasía autocomplaciente. Pase lo que pase, Casado sólo tendrá que soportar algún que otro topetazo contra la barrera desde la que el destino -tal vez la suerte- le ha obligado a ver los toros. El líder del PP no tiene ninguna prisa por dejar el burladero. El tiempo jugará a su favor hasta que dentro de dos o tres años llegue, entonces sí, la hora de su reválida. Quien, entre tanto, está en el centro de la plaza, a pecho descubierto, a punto de recibir embestidas tremendas, desde frentes muy diversos, es este Gobierno, tan inviable como indestructible, al que pronto no habrá quien le arriende la ganancia.

Sánchez ha tenido, de momento, el acierto, quien sabe si la chiripa, de nombrar al ministro adecuado, en el momento oportuno, en el departamento correcto. Me refiero al caso de Salvador Illa. "No sabiendo los oficios, los haremos con respeto", escribió León Felipe. El verso siguiente no viene al caso. Lo relevante es que Illa, sin experiencia de gestión fuera del ámbito municipal y autonómico, sin saber absolutamente nada de Sanidad hasta el día de su nombramiento, se ha hecho con las riendas de la crisis del coronavirus con inesperado y tranquilizador aplomo.

Debe ser que los secretarios de organización de los partidos sirven para un roto igual que para un descosido. Pasó con Ábalos en Fomento y ahora pasa con Illa en Sanidad. Sin su templanza y consistencia, la gestión del problema se les habría ido de las manos a las autoridades sanitarias, en medio de las interferencias de otros ministerios, las pifias de algunas comunidades autónomas y las confusas directrices europeas.

Pero por mucha transparencia con la que actúe el Gobierno, por mucha proporcionalidad que traten de aplicar Illa, el solvente Fernando Simón y su equipo, para evitar que el remedio genere tanto pánico que sea peor que la enfermedad, su labor anticíclica puede tener un límite. Dominar la diseminación del contagio, su impacto social y sus consecuencias económicas va a resultar tan difícil como retener un flujo constante de arena en el cuenco de sus manos.

Si el virus resiste la subida de las temperaturas en las próximas semanas y la vuelta al trabajo de las fábricas chinas no ataja el desabastecimiento de componentes industriales, la economía mundial verá mermado su crecimiento entre medio punto y un punto y medio del PIB. En el peor escenario, eso supondría que España entraría en recesión. Así de grave es la situación.

¿Cómo reaccionar ante esta súbita tormenta perfecta, desde un Gobierno obsesionado con incrementar los ingresos fiscales para hacer políticas sociales, financiar la transición energética, reducir la desigualdad y pagar el gasto autonómico? El peligro de una huida hacia delante que reviente a las empresas, arruine a las clases medias y vuelva a disparar el desempleo es demasiado patente como para no poner la venda antes que la herida. Máxime si la Unión Europea relaja su vigilancia sobre el déficit y volvemos a las andadas en materia de gasto y deuda pública.

Si el virus resiste, la economía mundial verá mermado su crecimiento entre medio punto y un punto y medio del PIB

Sería el río revuelto soñado por los pescadores del separatismo. Unas elecciones catalanas, en ese escenario de miedo al futuro y erosión de los recursos y la autoridad del Estado, generarían una competición de radicalismos entre Puigdemont y Esquerra de impredecible desenlace pero muy predecible consecuencia: la reiniciación del procés en un clima febril de movilizaciones y destrucción de la convivencia.

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Si en cualquier coyuntura gobernar es una tarea de adultos, cargada de responsabilidades, los acontecimientos pueden arrastrar, aquí y ahora, al poder ejecutivo a encrucijadas críticas en las que estén en juego el modo de vida, la cohesión social, la prosperidad e incluso la libertad de los españoles. En ese Consejo de Ministros es en el que los miembros más conspicuos de la cúpula socialista están escuchando con alarma el tic-tac de lo que ellos denominan la “bomba de relojería Irene”.

Y, en efecto, tener como compañera de Gobierno a alguien que actúa como si fuera la primera gobernanta sobre la tierra, arrogándose la capacidad de quitar y poner identidades de género, pues no en vano fue suya la idea de denominar Unidas Podemos a una coalición que tiene entre sus votantes a una aplastante mayoría de hombres; a alguien que se empeña en legislar contra reloj, para ganarle la partida al calendario y apuntarse un tanto personal en una fecha emblemática, desdeñando la seguridad jurídica, los procedimientos administrativos y hasta las reglas de la gramática; a alguien que se abre paso a codazos, despreciando la solidaridad interministerial y arrollando los trienios de experiencia, movilizando a los suyos para insultar coralmente con el latiguillo de "machista frustrado" a quien osa interponer argumentos técnicos en su camino depredador hacia la gloria feminista; a alguien que en vez de un equipo ministerial, organiza una sorority de campus californiano del siglo pasado, integrada por adoratrices sicofantas, capaces de extender la vergüenza ajena, exhibiendo un vídeo infantiloide con tarta de cumpleaños, bebé de la diosa con pañales y eslóganes de opereta incorporados; tener a alguien así en el gabinete es, ciertamente -como dicen ellos-, tener un artefacto explosivo en el asiento de al lado.

Pero yerran en el diagnóstico si creen que el problema se circunscribe a una persona física llamada Irene Montero y a que Pedro Sánchez se equivocó al darle entrada en el gabinete a la vez que a su marido, hecho insólito en los anales de los países desarrollados. Porque Irene Montero es mucho más que la compañera del jefe de Podemos, que la madre de los hijos del jefe de Podemos o que sensu estricto la número dos de Podemos.

Irene Montero es la célula eucariota -del griego "eu" (verdadero) y "karyon" (nuez)- en la que está inscrito el ADN de Podemos. O sea, la portadora de los valores nucleares de Podemos y, por lo tanto ya, la joven madre de todas las criaturas podemitas, incluidas las de más provecta edad. "Santa Evita, madre de todos los niños, de los tiranizados, de los descamisados, de los trabajadores de la Argentina", tal y como sonaba la letra de Lloyd Weber en labios de Madonna.

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Las personas más exigentes tienden a enamorarse de quien representa la quintaesencia de sus ideales y Pablo Iglesias se cuenta en ese grupo. A diferencia de lo ocurrido con Tania Sánchez, sea cual sea el futuro de su relación personal, Irene Montero siempre será la papisa del podemismo. "Tú eres Irene, aquella que trae la paz mediante la guerra interminable contra el orden injusto de una sociedad que debe ser destruida, y sobre esta piedra construiré mi iglesia". La iglesia de Iglesias. Un instrumento sectario al servicio de la poesía del resentimiento.

Irene Montero es mucho más que la compañera del jefe de Podemos o que sensu estricto la número dos de Podemos

A diferencia de lo que ocurría con el peronismo, la matriarca símbolo y compendio de todos los valores del movimiento popular revolucionario no es una figura estabilizadora, destinada a encauzar las pulsiones de la calle en un sentido aspiracional y, a la postre, conservador. Irene Montero es, por el contrario, la versión femenina del mito de Dionisios, enviada entre los mortales para sembrar la confusión y el caos, hasta la propia destrucción de Tebas en el marasmo de la embriaguez y la transgresión del cambio de género. Véase la ópera Las Basáridas con libreto de Auden, inspirado en Las Bacantes de Eurípides. Todo termina en una orgía de botellón de facultad con el rey Penteo ejerciendo de mujer lasciva. Por eso la reivindicación, desde la cuenta oficial del Ministerio de Igualdad, del derecho a volver a casa "sola y borracha" no es la sinécdoque de un proyecto, sino el proyecto mismo.

No es difícil entender a Pablo Iglesias incorporando el inconformismo crónico, la agresión a lo establecido y la irreverencia estructural en parte de su rutina diaria. Ya que no puede irse a dormir con todos los miembros del grupo estalinista que le llamó "vendeobreros", lo hace con Irene Montero, a modo de piquete informativo cotidiano de las contradicciones entre sus ideas y su forma de vida. Recuerda que eres de izquierdas. Era el mismo papel que representaba Jiang Qing, incorporando a la vida lujosa de Mao esa fuente de la eterna juventud del sadismo revolucionario que eran los Guardias Rojos que torturaban y humillaban públicamente a sus profesores. Él los llamaba sus "pequeños diablillos".

No es que Pablo Iglesias se haya llevado puesta a Irene Montero al gobierno de coalición como quien lleva una valiosa prenda de abrigo que luego cuelga en el gabanero, como muda asistente de la función. Es que, así como era concebible un gobierno con Unidas Podemos pero sin Pablo Iglesias -véase la negociación previa a la repetición electoral-, era inconcebible que ese gobierno iniciático, primigenio y germinal no incluyera a Irene Montero. Porque ella no es la prenda de vestir que recubre al portador como la membrana al citoplasma de una insulsa célula procariota, sino el núcleo duro que hace de esa célula eucariota la fuente de reproducción identitaria. Al final resultó que el maoísmo no era Mao, sino la Joven Guardia Roja.

Pese a algunas previsiones pesimistas, estoy seguro de que el 8-M, el feminismo, la lucha por la igualdad real de oportunidades, sobrevivirán al huracán Irene. La coalición de gobiernos que nos rige, también. Pero que nadie se llame a engaño: el problema no es Irene sino el radicalismo adolescente de una izquierda empeñada en cumplir los años hacia atrás. Ella sólo es el síntoma, aunque, sí, es cierto, una vez que uno se fija, se da cuenta del tamaño de la elefanta de Lakoff. ¡Menudo síntoma!