El año pasado, cuando dirigentes de Sociedad Civil Catalana promovían una lista unitaria del constitucionalismo para la alcaldía de Barcelona, encabezada por Manuel Valls, pedí su opinión al líder del PSC, Miquel Iceta. Estábamos en la cafetería del mismo Hotel Majestic que pasó a la Historia por el pacto del 96 entre Aznar y Pujol. Yo especulaba con fórmulas y programas aceptables también para Ciudadanos, toda vez que Rivera ya se había precipitado a lanzar a los cuatro vientos su fichaje estrella. Iceta me miraba con simpatía impasible.

"¿Qué es lo que os gustaría que hiciera Valls para facilitar las cosas?", pregunté. "Nada. Que no venga", contestó.

Ilustración: Javier Muñoz

Hace pocos días, me acordé de este episodio, al leer una larga crónica de Le Monde, sobre su paso por el poder en Francia, titulada Los tres pecados capitales de Manuel Valls. Cualquiera diría que, más que tres, fueron tres mil, pues el recopilatorio de descalificaciones de sus antiguos compañeros del PSF era injustamente interminable. Algunos de ellos, dominados por la envidia, también hubieran deseado que Valls “no hubiera venido" nunca.

Para el hoy comisario europeo Pierre Moscovici, "Valls nunca fue leal... Es un 50cc con carrocería soberbia, pero sin motor". Como si no fuera exactamente eso lo que muchos piensan de él. Para Ségolène Royal, "Valls fue más traidor a Hollande que Macron". Como si no hubiera sido ella la que hubiera desatado la peor guerra civil en el PSF al enfrentarse a su ex marido. Para Le Foll, exministro de Agricultura, "Valls es el poder... nos decía '¡la República, la República!' y resulta que se va a España a defender la Monarquía". Como si no existiera la Monarquía republicana.

"Valls me ha jurado diez veces que no se veía (candidato) en 2017", añade el extitular de Trabajo Rebsamen. "Macron no habría traicionado a Hollande, como Valls, si lo hubiera tratado bien". Como si fuera la primera vez que se abre una carrera por la sucesión cuando el trono va a quedar vacío. Pero, por todo eso y quién sabe por cuántas cosas más, su antecesor como primer ministro, Jean-Marc Ayroult, admite que "muchos le tienen ganas a Valls y desean que muerda el polvo en Barcelona".

Su antecesor como primer ministro, Jean-Marc Ayroult, admite que "muchos le tienen ganas a Valls y desean que muerda el polvo en Barcelona"

Los autores del libro Contra Valls, los activistas radicales Mamère y Farbiaz, aportan una clave profunda, al lamentar "el fracaso y la degradación de la izquierda... a partir de la figura de Manuel Valls que representa esa bajada a los infiernos". ¿Y por qué? Pues porque -atención- "recupera las palabras de la izquierda para darles un contenido de derechas".

Acabáramos: Valls es el hombre que descoloca, el político que rompe los moldes de los clérigos para afrontar con rigor y sinceridad los problemas de la gente real. Definirle, desde esa premisa, como "bonapartista", "neoconservador", "reaccionario" o "bombero pirómano", casi podríamos deducir que va de soi.

¿Qué podría decirle yo, en un fin de semana tan especial como este, a Manuel Valls, el "toro bravo" -así le llama Bernard Henri Levy- que ha irrumpido en el ruedo político español, tras ser repudiado en Francia por sus excompañeros socialistas y rechazado en su derecho de admisión por el partido de Macron, al que apoyó públicamente?

Valls es el hombre que descoloca, el político que rompe los moldes de los clérigos para afrontar con rigor y sinceridad los problemas de la gente real

¿Qué podría decirle yo, al verle vilipendiado aquí, a la vez por separatistas, populistas y ultras de Vox, ninguneado, como he contado, por el PSC y desautorizado y sometido a implacable extrañamiento por los erráticos Rivera y Arrimadas que apadrinaron su llegada?

Pues que ha vivido ya lo suficiente para darse cuenta de que, como suspira el doctor Stockmann en Un enemigo del pueblo de Ibsen, con la ropa hecha jirones, después de ser agredido por una variada representación de sus convecinos, "uno no debería ponerse nunca su mejor camisa para luchar por la libertad y la verdad".

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Algo tendrá el agua cuando la maldicen. Algo tendrá Manuel Valls cuando tantos, aparentemente tan distintos, le atacan con desmedido encono. En el caso de la ciudad balneario del sur de Noruega en la que Ibsen sitúa su drama, lo del agua es literal. Algo tiene ese agua -una bacteria dañina- y el doctor Stockmann lo ha descubierto.

De entrada, todos le elogian como benefactor de la salud pública. Pero cuando los intereses creados en torno al balneario entran en acción, ese benefactor, que empecinadamente se aferra a la verdad y la razón, se convierte en "un enemigo del pueblo" al que hay que liquidar.

Basta repasar con frialdad su carrera política, para darse cuenta de que Valls ha descubierto ya unas cuantas "bacterias" cuya denuncia resultaba tan necesaria como inconveniente.

Algo tendrá Manuel Valls cuando tantos, aparentemente tan distintos, le atacan con desmedido encono

Por ejemplo, la del atraso de un socialismo francés, condicionado por su pasado marxista y su adhesión a un código de valores anterior a la caída del Muro de Berlín.

Por ejemplo, la de la condescendencia con la integración de la diversidad, devenida en condescendencia con el fanatismo y el extremismo.

Por ejemplo, la de la "cultura de la excusa" que presenta la otra mejilla, es decir el rostro amable de la comprensión, incluso ante los más brutales atentados terroristas.

Por ejemplo, la de la rigidez de un mercado de trabajo, anquilosado por privilegios egoístas, que dualiza a la población, excluyendo a los jóvenes con menos oportunidades.

Por ejemplo, la de la demagogia de la extrema derecha que evoca mitos y leyendas para construir barreras en Europa.

Por ejemplo, la de la conllevanza con los "advenedizos" que han fabricado el proceso separatista en Cataluña, explotando "desde arriba", es decir, desde la Generalitat, la "victimización" de la sociedad catalana.

Por ejemplo, la del maniqueísmo ideológico que impide que los partidos constitucionales colaboren en la gobernabilidad y pacten los grandes asuntos de Estado, por el bien común de la Nación.

El doctor Stockmann no veía otra solución que clausurar el balneario. Valls cree que, si actuamos a tiempo, bastará con reformarlo.

Por eso ha hecho propuestas y trabajado sucesivamente en pro de la refundación del PSF -incluso de su cambio de nombre-, en pro del laicismo integrador en las escuelas, en pro del municipalismo, como elemento articulador del patriotismo constitucional, en pro del indisociable maridaje entre orden público y ejercicio legal de la libertad, en pro de un europeísmo inteligente inserto en la globalización, en pro de una reforma laboral adecuada a la realidad de la revolución tecnológica, en pro de una firme intransigencia frente a las mentiras del separatismo, en pro de los grandes acuerdos entre PP, Ciudadanos y PSOE, e incluso en pro de la doctrina del mal menor, al investir en Barcelona a la catastrófica Colau para cerrar el paso al separatismo pestífero de Maragall.

Hay quienes presentan a Valls como una especie de caricatura renderizada, en forma de superpolicía arrogante. Ha pisado muchos callos y eso le ha valido, como se ve, una fértil cosecha de enemistades

Valls no sólo descubre las "bacterias" sino que también ofrece los antídotos. Y, como buen heredero del legado de las Luces, la Revolución y la democracia de Estado, en lugar de transigir con la inercia de las cosas, en lugar de acomodarse en los cargos a los que accede, se empeña siempre en la acción transformadora.

A costa, sí, de "morder el polvo" cuantas veces haga falta. Lo mordió en las primarias del PSF, lo mordió en la arena de la opinión, humillado por En Marche y, no se preocupen sus ansiosos ajustadores de cuentas, que ya lo ha mordido, al quedar en cuarto lugar, en Barcelona, a pesar de que, en la presunta ciudad burguesa por antonomasia, la suya haya sido la lista burguesa más votada.

Morder el polvo, para levantarse una y otra vez. Hay quienes presentan a Valls como una especie de caricatura renderizada, en forma de superpolicía arrogante. Ha pisado muchos callos y eso le ha valido, como se ve, una fértil cosecha de enemistades. Pero él tampoco se ha mordido la lengua, incluso ante mediocres que ni siquiera merecían sus palabras.

No hay más que repasar sus andanzas barcelonesas, e incluso seguirle en Twitter, para ver cómo, fiel a esa condición de "toro bravo",  Valls es de los que entran al trapo. De los que nunca se callan. Estoy seguro de que llegará un momento en que dirá, como Clemenceau: "Conozco un montón de tipos a los que no les perdonaré nunca las injurias que les he dirigido".

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Clemenceau. He esperado a rebasar la mitad de esta Carta para dar entrada al Tigre en la plaza, no fuera a ser que su dimensión gigantesca ocupara todo el espacio. Clemenceau. La figura histórica preferida por Valls, su modelo vital y político. Clemenceau. El mítico director de L’Aurore que publicó el famoso “J’accuse” de Zola en favor de Dreyfuss, el Churchill de la Primera Guerra Mundial que doblegó al Kaiser, el humanista de la casita ajardinada de la calle Benjamin Franklin que paseaba con Monet, mientras escribía sobre Demóstenes. Clemenceau. El personaje a quien yo admiraba casi tanto como Valls, antes de conocer a Valls.

Pese a que entre el nacimiento de ambos media más de un siglo, el paralelismo biográfico es impresionante. Los dos proceden de regiones con una historia tan singular y atormentada como la Vendée y Cataluña. Los dos crecen en familias burguesas, a la sombra de padres fascinantes. Los dos sienten la llamada de la política como adolescentes. Los dos tienen una misma obsesión: la laicidad republicana. Los dos promueven reformas educativas y reformas laborales. Los dos dirigen el Ministerio del Interior. Los dos son apodados "el primer poli de Francia" -"le premier flic de France"- por su firme defensa del orden público. Los dos llegan, a continuación, al cargo de Primer Ministro. Los dos se enfrentan a situaciones límites -las derrotas en la Gran Guerra, los atentados islamistas en Francia- y dan la talla que exigen las circunstancias, en históricas comparecencias parlamentarias. Los dos intentan alcanzar la presidencia de la República y fracasan en el empeño. Hasta la pasión por el arte y la forma de entender el amor vincula, sorprendentemente, sus vidas.

Nadie objetará si decimos que Manuel Valls "ha sido un hombre de izquierdas, al que la propia izquierda ha maldecido por su forma de asumir las responsabilidades como jefe del Gobierno".

O si compendiamos sus creencias, atribuyéndole "el espíritu democrático, el imperativo laico, el amor a la patria y a la vez la apertura al mundo, el individualismo filosófico, combinado con una voluntad profunda de justicia social".

Pese a que entre el nacimiento de ambos media más de un siglo, el paralelismo biográfico es impresionante. Los dos son apodados "el primer poli de Francia"

O incluso si, al referirnos a sus defectos, explicamos que "sus palabras caen como golpes de hacha contra sus adversarios",  que "su impulsividad le lleva a cometer a veces injusticias y a estimular los rencores contra su persona", que "demasiado seguro de tener razón, no siempre pierde el tiempo escuchando a los demás" o que "ejerce la psicología autoritaria del antiguo libertario".

Pues bien, todos estos entrecomillados son citas literales de la formidable biografía de Clemenceau, publicada hace dos años por el gran historiador Michel Winock.

Admirar mucho a alguien, parecerse mucho a alguien, implica el riesgo de que haya quien lo utilice contra ti. Ese largo artículo de Le Monde que, como digo, bien podía haberse subtitulado "mejor que Valls no hubiera venido" -tal vez por eso, algunos lo han reproducido en España-, rememora un episodio en el que el propio Hollande, blandió a Clemenceau, como si fuera un látigo, para tratar de azotar a Valls y arrojarle del templo.

Fue concretamente durante un acto, en octubre de 2014, en el que, en presencia de familiares y amigos, el presidente de la República condecoraba a su primer ministro, tras haber cumplido seis meses en el cargo. "Clemenceau, una de las figuras que os sirven de referencia, no llegó a presidente, pero pudo vivir sin ser presidente", dijo mordazmente, afeando a Valls su ambición por sucederle.

Al menos todos los medios lo entendieron así. Hollande estaba furioso porque Valls acababa de proponer, en una entrevista, la refundación y el cambio de nombre del PSF y trató de ajustar cuentas, rompiendo los buenos modales protocolarios.

Valls encajó la ofensa, mordiéndose la lengua, pero muy bien podría haberle replicado con la cita completa de Clemenceau, después de ser derrotado por un don nadie, llamado Deschanel, en la elección parlamentaria de 1920: "La vida me ha enseñado que hay dos cosas de las que se puede prescindir: la presidencia de la República y la próstata".

Eso sí que hubiera dado titulares. Téngase en cuenta que aquel 2014 fue el año en que se desvelaron las andanzas de Hollande, llegando con su casco de motorista a su nido de amor de la Rue du Cirque.

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El repudio de la cámara francesa al artífice de la victoria en la Primera Guerra Mundial fue acogido con estupor por el primer ministro británico Lloyd George: "¡Esta vez son los franceses los que han quemado a Juana de Arco!". Fue en realidad todo un antecedente de lo que los propios británicos harían en las elecciones del 45, mandando a su casa a Winston Churchill.

La derrota de Valls en las primarias socialistas de 2017 no tuvo esos tintes de tragedia griega, pero él siempre creyó haber pagado una injusta factura y aún hoy se siente el "chivo expiatorio" de las contradicciones de un periodo en el que hubo que reaccionar a los zarpazos de Charlie Hebdo, el Bataclan y Niza con el lastre de los prejuicios morales de una parte de la izquierda.

Valls siempre podrá responder igual que el héroe de Ibsen: "¿Qué mayor poder hay que tener razón?"

Benoît Hamon -el don nadie que lo derrotó- fracasó estrepitosamente en las presidenciales pero, desde mi perspectiva, tuvo el mérito de desencadenar la carambola que ha convertido a Valls, no sólo en concejal del ayuntamiento de Barcelona, sino en protagonista permanente de la vida política española. Esa carambola es la que ha desembocado en el impacto determinante de su boda este fin de semana, en Menorca, con una mujer con su misma fuerza de carácter y pasión vital como Susana Gallardo, alguien que sin duda va a multiplicar su determinación a pelear por todo aquello en lo que cree. Ahora es cuando, de verdad, parafraseando el título de su último libro, Valls "ha vuelto a casa" y es para quedarse.

Abandonado por cuatro de los seis concejales que obtuvo en las municipales, divorciado de Ciudadanos y descartando, rebus sic stantibus, fundar otro partido, podríamos decir, en términos convencionales, que Valls tiene hoy la apariencia de un político fracasado, también a este lado de los Pirineos. Sobre todo cuando su voz clama en el desierto, con resonancias azañistas, en pro de una transversalidad constitucional -lo necesario inconveniente- por la que nadie más parece querer trabajar. Pero, cuidado, que la última palabra no está dicha.

Basta percibir su optimismo existencial, su chispeante inteligencia, para estar seguros de que Susana Gallardo no le hará a su ya marido la pregunta derrotista que la señora Stockmann formula hacia el final de la obra: "¿De qué sirve la razón cuando no se tiene el poder?". Pero, si acaso alguien lo hace en su lugar, Valls siempre podrá responder igual que el héroe de Ibsen: "¿Qué mayor poder hay que tener razón?".

Clemenceau fue por primera vez Jefe de Gobierno con 65 años y salvó a Francia, a la segunda con 76. Su última gran historia de amor la vivió, con la editora Marguerite Baldesperger, a partir de los 86. Valls le lleva la delantera en todo. Fue primer ministro a los 52 y ha encontrado a los 57 a la persona que puede potenciar todas sus virtudes.

Pese a haber subido ya unas cuantas veces las escaleras de la gloria y haber sido arrojado otras tantas, peldaños abajo, con inquina, Valls ha tenido la inteligencia de preservar su “mejor camisa", según los cánones menorquinos, para la ceremonia de este sábado en Binidali Nou. Y, desde hoy, para lo que pueda suceder. Valls es ahora un hombre a la espera. Algún día puede ser el hombre que se espera.