Ha querido el destino que a Pablo Iglesias, apasionado conocedor de esa Revolución Francesa que, según Hannah Arendt, "funda" la cultura europea contemporánea, le haya tocado vivir estos días la mayor encrucijada de su carrera política. Justo cuando se cumplía el 225 aniversario del episodio que marca el final del ciclo iniciado con la toma de la Bastilla, cinco años antes. Me refiero a la caída de Robespierre, guillotinado en la hoy Plaza de la Concordia, un 28 de julio de 1794, tal día como este domingo.

Ilustración: Javier Muñoz

Con el calendario republicano en pleno vigor, los hechos han pasado a la Historia como la crisis de Thermidor o el golpe de Estado de Thermidor. El drama se incubó, en concreto, el 8 Thermidor (26 de julio) cuando Robespierre, en minoría en el Comité de Salud Pública, denunció ante la Convención una vasta conspiración. Pero se negó a dar los nombres de los culpables, convirtiendo así a todos los diputados en sospechosos.

La catarsis se desencadenó el 9 Thermidor (27 de julio) cuando extremistas de la Montaña, implicados en los peores excesos del Terror, y líderes del Pantano, donde los tibios trataban de pasar desapercibidos, formaron una alianza de conveniencia. Los unos convencieron a los otros de que no tenían más opción que guillotinar o ser guillotinados. Actuando al alimón, interrumpieron el informe de Saint-Just, impidieron hablar a Robespierre, decretaron su detención y les declararon "fuera de la ley". Liberados por sus partidarios, el Incorruptible y sus discípulos se refugiaron en el Ayuntamiento, controlado por la Comuna municipal, identificada con su línea política.

Fue en la madrugada del 10 Thermidor (28 de julio) cuando llegó el desenlace, al asaltar las tropas de la Convención el edificio, después de que los robespierristas hubieran dilapidado, por la inacción, unas horas clave en las que la correlación de fuerzas en la calle les era claramente favorable. Tras un simulacro de juicio ante el Tribunal Revolucionario, Robespierre y sus colaboradores más estrechos pasaban por la "ventana" de la "afeitadora nacional" para ser decapitados.

Si doy por hecho que Iglesias reflexionará sobre todo esto, no es solamente porque se trata del primer aniversario redondo en su edad adulta -en el bicentenario, El Coletas debía ser El Coletitas, pues tenía quince años- de un acontecimiento que siempre ha obsesionado a la izquierda. Y tampoco es solamente porque los enigmas de Thermidor -ahora hablaré de ellos- deben fascinar al estudioso y erudito que hay en él, igual que fascinan a los simples aficionados a la historia que se asoman a ese balcón vertiginoso.

No, la razón principal por la que Iglesias rememorará aquellos hechos es porque puede vincularlos con su propia trayectoria política reciente, en la medida en que, a mi entender, acaba de cometer el mismo error estratégico que costó la vida a Robespierre. Con la ventaja a su favor de que, como la votación de investidura en la que, inexplicablemente, hizo lo contrario de lo que le convenía, tuvo lugar el 7 Thermidor (25 de julio), todavía podría salvarse, al menos en teoría cronológica, de las consecuencias fatales de ese error.

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Empezando por lo más anecdótico, nunca sabremos si el disparo que sonó en medio del pandemonio de la irrupción de las tropas adictas a la Convención en el Ayuntamiento y la bala que fue a alojarse en la mandíbula de Robespierre, provocándole los aullidos de dolor de un animal herido, partieron de su propia pistola o de la de un gendarme, apellidado, para más inri, Merda. Es decir, si aquello fue un intento de suicidio, según los cánones de la antigüedad clásica que tanto obsesionaban a los jacobinos, o una acción militar de la que siempre se vanagloriaría el tal Merda, hasta su muerte en un remoto combate de verdad como la batalla de Borodino.

Siguiendo por lo más trascendente, tampoco terminarán jamás de ponerse de acuerdo los expertos en si Robespierre, con su abortada denuncia, pretendía seguir huyendo hacia adelante, hasta terminar "guillotinando al propio verdugo" -según la caricatura inglesa de la época-, o más bien pretendía poner fin al Terror, que él mismo había alimentado, mediante una última depuración, por entender que las victorias militares sobre los invasores permitían dar por terminada la excepcionalidad del Gobierno Revolucionario y cobijarse ya bajo el virtuoso paraguas de la Constitución del año II y su anexa Declaración de Derechos del Hombre.

La cuestión no es nada baladí. Afecta, no ya a la justa o injusta reclusión del Incorruptible en la jaula de los monstruos, en la que permanece encerrado y exhibido, a mitad de camino entre la Historia y la leyenda fabricada por los thermidorianos, sino a las propias justificaciones -a mi entender coartadas- que todas las dictaduras de izquierdas han esgrimido al relacionar sus medios con sus fines.

A mitad de camino entre la película de acción y el tratado de filosofía política, topamos, en todo caso, con el enigma que afecta a la condición humana. ¿Por qué quedó Robespierre bloqueado, paralizado, atenazado por una pulsión incomprensible en los dos momentos cruciales de la crisis en los que se jugaba la vida, el lugar en la posteridad y el propio futuro de la Revolución?

¿Por qué quedó Robespierre bloqueado en los dos momentos cruciales de la crisis en los que se jugaba la vida, el lugar en la posteridad y el propio futuro de la Revolución?

O sea, cuando desde las bancadas de la Convención le pidieron a coro el 8 Thermidor que nombrara a los culpables y Robespierre se limitó a replicar "Me reitero en lo que he dicho", sembrando así un pánico generalizado. Y sobre todo, cuando a última hora de la tarde del día siguiente, ya refugiado con Saint-Just, Couthon, Le Bas y su hermano Augustin, en una Comuna protegida por miles de guardias revolucionarios, provistos de la mayoría de los cañones de la ciudad, se negó a movilizarlos contra la entonces indefensa Convención.

Después de muchas idas y venidas, Robespierre iba ganando la partida y tocaba el cielo con los dedos. Pero fue tan incapaz de rematar su victoria como Pablo Iglesias, cuando el miércoles por la noche se encontró con que tres meses de remar y remar y remar, hacia el aparentemente inalcanzable Gobierno de Coalición, daban sus frutos y el PSOE no sólo admitía el concepto -lo que ya de por sí era un triunfo-, sino que plasmaba, en un documento difundido a los medios, una suculenta oferta que incluía la Vicepresidencia de Irene Montero, con su comisión delegada y su canesú -todo el oropel que la representación del poder implica- y tres ministerios -Sanidad, Vivienda e Igualdad- mucho más trascendentes que los de Agricultura e Instrucción y Bellas Artes que Largo Caballero adjudicó a Uribe y Hernández, cuando su admirado PCE prosoviético -Iglesias lo considera “el partido más demócratico de la República”- fue incluido por primera vez en un Gobierno.

Puse este ejemplo en mi último videoblog para dejar constancia de que entrar en el ejecutivo, llegar al poder, supone mucho más que obtener el control sobre tales o cuales covachuelas. Lo sustancial era que había ministros comunistas. Eso era lo que imprimía carácter en esa intersección entre el imaginario colectivo y la política transformada en imperium.

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La oferta final de Sánchez no se quedaba corta, sino que se pasaba, inquietantemente, de larga. Aquella noche di por hecho, con grave preocupación por la marcha de la economía, con enorme pena por España, con indignación creciente por la ocasión perdida por Rivera desde una frivolidad sin par, que la suerte estaba echada.

Es decir, que Iglesias se aferraría a ese papel, llovido del cielo, para agarrar al diablo por el rabo; que el jueves por la mañana habría investidura; y que, a estas alturas, ya conoceríamos la composición del único gobierno de Europa con ministros de un partido de extrema izquierda o al menos a la izquierda del PSOE.

Me consta que alguien con mayor dosis de idealismo de la habitual en quienes pasan por la Moncloa, como Zapatero, hizo el mismo pronóstico, frente a su exministro Pepe Blanco que es quien finalmente acertó. Yo sigo sin entender cuál fue el mecanismo que bloqueó a Iglesias, cuando podía erigirse en presidente bis en la sombra, después de haber arrancado, una a una, las concesiones de fondo que exigía a Sánchez y haberle vapuleado dialécticamente en la primera jornada del debate.

Sigo sin entender cuál fue el mecanismo que bloqueó a Iglesias, cuando podía erigirse en presidente bis en la sombra

Tras los fracasos electorales de abril y mayo, con su proyecto cuarteado y corroído, con Errejón apostado navaja en mano a la vuelta de la esquina, Iglesias tenía a su alcance convertirse en el segundo hombre más poderoso de España y, sin embargo, dejó pasar de largo un tren que difícilmente volverá a parar en su estación. ¿Por qué?

Recurriré a las dos explicaciones más barajadas sobre el bloqueo mental de Robespierre en Thermidor. Por un lado la de la pureza peligrosa. Peligrosa para los demás, pero también para él. Tan obsesionado estaba Robespierre por el principio de legalidad que, cuando le pidieron que dirigiera un manifiesto a los alzados en armas para defenderle, preguntó en nombre de quién podía hacerlo.

Que la Convención lo hubiera declarado -por unanimidad- "fuera de la ley", le había situado en estado de shock. No tanto porque eso autorizara a cualquiera a detenerle o a matarle, sino porque le privaba de la cobertura de la soberanía popular. ¿Y quién era él para proceder contra la institución que encarnaba la voluntad del pueblo, cuando su único leitmotiv era la felicidad del pueblo?

Algo así debió pasar por la cabeza de Iglesias cuando se encontró con el dilema de llegar al Gobierno con las manos atadas. Frente al estereotipo del ambicioso pragmático, obsesionado por tomar los cielos al asalto, emerge el anacoreta puritano que se pregunta, a la hora de la verdad, ¿el poder para qué?

Frente al estereotipo del ambicioso pragmático, obsesionado por tomar los cielos al asalto, emerge el anacoreta puritano que se pregunta ¿el poder para qué?

Si no vamos a tener resortes para establecer el impuesto a la banca, subir el salario mínimo, derogar la reforma laboral, poner tope a los alquileres y guillotinar -metafóricamente- a los evasores, acaparadores y explotadores, entonces no nos interesa. Y ahí es donde se le nubla la inteligencia, hasta terminar a los pies de los caballos del profesor Sánchez que le explica, no en dos tardes sino en dos minutos, los principios de la colegiación del gobierno y la tramitación parlamentaria de las leyes.

Junto a esta dimensión altruista, de coherencia ideológica, que en el fondo le honra, tenemos también la cara chapucera del Robespierre atrapado en la ratonera de sus contradicciones. ¿Cómo va a representar a los sans culottes el hombre de los calzones de seda y la peluca pulcramente almidonada cada mañana con polvos de arroz? Por eso hace y no hace, quiere y no puede, prueba y no sabe.

Otro de los misterios de Thermidor, que apunta en esa dirección, es la firma de un llamamiento a sus propios compañeros de la Sección de Picas, a la que estaba adscrito. Junto a los nombres completos de los demás, él solo pone "Ro". ¿Decidió firmar y se arrepintió? ¿Quiso hacer una cosa y la contraria? ¿Fue aquel el último de los coitus interruptus de su razón revolucionaria? ¿Por qué motivo decidió cambiar de caballo mientras cruzaba el río?

Instalado ya en este ejercicio plutarquiano, no puedo dejar de percibir el mismo balbuceo en la inaudita oferta in extremis, cuando Podemos ya había anunciado su abstención, cuando Sánchez ya había dado por perdida la investidura, cuando no quedaba tiempo ni para digerir una rebaja con visos de saldo por cierre de negocio, consistente en renunciar al Ministerio de Trabajo en su conjunto, a cambio de la pequeña parte que representan las políticas activas de empleo, transferidas en gran medida a las comunidades. Podía haberla firmado como "Pa". He ahí, al menos, el trasunto del tragicómico "Ro" de quien lidera el poder popular desde las verdes praderas del chalé de Galapagar.

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A estas horas de la mañana en las que la mayoría de los lectores que hayan llegado hasta aquí disolverán sus bostezos en un domingo de canícula, el Ecce Homo de la Revolución gemía, hace dos siglos y cuarto, entre esputos de sangre, tumbado sobre una de las mesas del Comité de Seguridad, en el Pabellón de Flora del antiguo Palacio de las Tullerías.

Algunos de los vencedores de la madrugada se agolpaban junto al improvisado lecho de su agonía, haciendo escarnio del infundio de que el "tirano" pretendía terminar ciñendo la corona. "¿Vuestra Majestad sufre?... ¡Mira que rey más guapo!", le espetaban entre risotadas. Robespierre sufría sin responder palabra, sujetándose el maxilar descoyuntado con la mano. Eran las mismas burlas y befas de los soldados romanos que ofrecían vinagre a Cristo en el Gólgota: “Si eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo”.

Robespierre se había definido en ese su último discurso parlamentario, pronunciado la antevíspera, como “un mártir vivo de la República”, presto a inmolarse por la redención del pueblo. Sin pasar del ámbito de la representación política, Pablo Iglesias acababa de consumar la mayor renuncia que puede hacer un dirigente: quitadme a mí para que podáis gobernar vosotros con nosotros.

Sin pasar del ámbito de la representación política, Pablo Iglesias acababa de consumar la mayor renuncia que puede hacer un dirigente

Y, sin embargo, cuando el golpe de efecto de su sacrificio estaba a punto de fructificar, cuando Sánchez había pasado de rehén de sus palabras a prisionero de sus actos, al difundir la oferta final a Podemos, resulta que al milagro de la redención humana se le funden los plomos. Maldito cortocircuito.

La película ha quedado parada el 7 Thermidor. Dos fotogramas antes de lo inexorable. Pero la acción ya no puede volver atrás porque, como aclaró el viernes Carmen Calvo –nueva heroína de la agrupación Nicolás Maquiavelo del PSOE-, en este cine no funciona la moviola.

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Cuesta entender a Iglesias, por lo mismo que a Robespierre. Son animales compuestos. Como los centauros o, mejor aún, al modo de los tritones, definidos ya en 1737, en el Diccionario de Autoridades, como “peces fingidos con figura de hombre de medio cuerpo arriba… a los que las fábulas presentan como semidioses del mar y pintan tocando unos caracoles como trompetas”.

Cuesta entender a Iglesias, por lo mismo que a Robespierre. Son animales compuestos. Como los centauros o, mejor aún, al modo de los tritones

Iglesias no deja indiferente a nadie cada vez que emerge de los profundidades, haciendo sonar su pífano marino. Poco antes de las elecciones generales escribió tres profecías de Nostradamus y las whatsapeó en el interior de una botella: “Habrá muchos muertos y los vivos quedarán o quedaremos más débiles. No habrá gran centro porque el poder de las élites es cada vez menor. Paradójicamente sólo los bolcheviques pueden salvar la democracia liberal”.

Nadie negará que las dos primeras profecías se han cumplido de forma apabullante. Al pie de la letra. Pero, ¿dónde estaban los bolcheviques cuando la fortuna llamó una y otra vez a su puerta y resultó que no había nadie en casa? Probablemente en el súper, comprando polvos de arroz para la peluca del Incorruptible.