Ha bastado la sesión constitutiva del Congreso y sus alrededores para saber el triste destino que nos espera si, de aquí a la investidura, no cambia la dirección del viento. Con la actual dinámica política, habrá un gobierno de coalición entre quienes quieren subir mucho los impuestos y quienes quieren subirlos muchísimo; entre quienes quieren indultar a los golpistas presos y quienes, además, quieren impulsar la autodeterminación de Cataluña.

Las triples elecciones de hoy podrían suponer, sin embargo, un amortiguador, y quién sabe si un freno, a ese brusco viraje, en la medida en que permitan al PP y a Ciudadanos salvar o reconquistar algunos de sus feudos tradicionales. Tanto Casado como Rivera se han comprometido a bajar los impuestos autonómicos y municipales para compensar la rapiña confiscatoria que se avecina. Y sólo maquillando el desastre de las generales, con un resultado digno, tendrán la suficiente autoridad como para buscar fórmulas flexibles que cambien el rumbo de las cosas.

Ilustración: Javier Muñoz

Es cierto que no tiene nada que ver la euforia alcista, que trata de redoblar Ciudadanos, con el cariacontecido intento del PP de poner coto a su derrumbe. Pero cuando lo que ocurra, tras el triple recuento de la noche del domingo, matice o reafirme esos estados de ánimo, la aritmética de las mayorías y minorías será igual de inexorable para ambos. Empezará una partida de cuatro años en la que -a expensas de las elecciones gallegas o unas catalanas adelantadas- casi todas las cartas de la baraja habrán quedado repartidas.

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Un mínimo instinto de supervivencia debería llevar a profesionales, asalariados y autónomos a votar este 26M a quienes están dispuestos a bajar el tramo autonómico del IRPF para paliar el destrozo que supondrá la subida del tramo general. Si la Comunidad de Madrid cae en manos de la izquierda y deja de bonificar los impuestos de Patrimonio, Sucesiones y Donaciones y el Ayuntamiento sigue subiendo el IBI, a cualquiera que haya conseguido algo en la vida, por poco que sea, sólo le quedará agachar la cabeza, envolverse en la toga curul y aguardar estoicamente las puñaladas tributarias que caerán, una tras otra, sobre él, su empresa y su familia, desde todas las administraciones.

El ingenuo plural de Ángel Gabilondo, al declarar a EL ESPAÑOL que "somos ricos" y ha llegado por tanto la hora de la redistribución solidaria, delata hasta qué punto la amenaza confiscatoria planea sobre el conjunto de la clase media. Su propio nivel de renta, que no es desde luego el de Creso, marca la frontera de la opulencia. Sólo atacándonos a dentelladas el bolsillo, a todos los ciudadanos medianamente productivos, les saldrán las cuentas.

Los conceptos de riqueza y pobreza son siempre relativos. La obsesión de la izquierda, por moderada que sea, siempre es arrebatar lo suficiente a los que tienen un poco más, para poder repartirlo entre los que tienen un poco menos y la legión de burócratas -la clase extractiva- que controlan y ejecutan el trasvase, pues en esos dos colectivos está su electorado.

Si a ello se añadiera el resentimiento, nada moderado, hacia el mérito y el éxito empresarial que lleva a Podemos a poner deliberada y sistemáticamente en la picota a los banqueros, los directivos de las constructoras o las eléctricas e incluso a alguien como Amancio Ortega, reo del pecado de filantropía, tendríamos todos los ingredientes para el colapso de la fábrica social que ha llevado a España a sus mayores cotas de prosperidad.

La actitud de Pablo Iglesias hacia el empresariado es la misma de su admirado Saint Just hacia la monarquía. La explicó al justificar su voto favorable a la ejecución de Luis XVI: "On ne peut régner innocentement". Lo de menos era que ese rey hubiera conspirado o no con los austriacos, porque "todo rey es un rebelde y un conspirador". Y, por el sólo hecho de serlo, merecía la muerte.

La sangre no llegará aquí al río, pero el mensaje al elegir al fundador de Inditex como objeto de execración pública, en plena campaña electoral, es inequívoco. Que nadie se lleve a engaño. Lo de menos es que Amancio Ortega pague pocos o muchos impuestos -que paga muchísimos-; lo de menos es que haya creado pocos o muchos empleos -que ha creado muchísimos-; lo de menos es que sea avaro o generoso -que es generosísimo-. Amancio Ortega es empresario, Amancio Ortega es rico, Amancio Ortega es culpable.

Ha sido sólo un aviso, pero lo suficientemente explícito, para que todos sepamos a qué atenernos. Iglesias no va a instalar la guillotina en la puerta de los ministerios que se le asignen. Al menos durante un tiempo, llevará puesta la piel de cordero que, con tanto acierto, estrenó en los debates electorales. Se las dará de posibilista, con tal de pisar moqueta, pero su objetivo es acabar con el capitalismo. Lo intentará paso a paso, en la medida en que le dejen, pero siempre castigará la iniciativa privada y el éxito empresarial. Y cuanto mayor sea ese éxito o esa empresa, mayor será el castigo.

Iglesias nunca ha ocultado su propósito de destruir "el régimen del 78". Sólo eso explica que su estrategia compatibilice una política económica que esprinta hacia el igualitarismo con una política territorial que enaltece las diferencias. Por aberrante que parezca, desde una óptica de izquierdas, Podemos es, hoy por hoy, el fiel compañero de viaje de esos "burgueses oprimidos" -oigan la canción de Alfonso de Vilallonga- que son los separatistas catalanes.

Serán insolidarios, serán xenófobos, serán supremacistas... pero están decididos a romper España y eso implica destruir el Estado constitucional. Por mucho que invoque, como hacía Anguita, aquellos artículos de la Constitución -esos y sólo esos- que llevan agua a su molino, Iglesias tiene muy claro que los enemigos de sus enemigos son sus amigos.

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La condescendencia de Meritxell Batet ante la afrenta de quienes invirtieron el sentido del trámite de acatamiento del orden constitucional, hasta convertirlo en vehículo de sus amenazas de dinamitarlo, marcó el martes en el hemiciclo la que lleva camino de ser la pauta de la legislatura. O sea, el deslizamiento hacia el blanqueo de los golpistas de octubre del 17.

Rivera y Casado, o quién sabe si Casado y Rivera, apelarán en vano al reglamento y los de Vox patearán con menos educación que brío, desde la reserva india en la que, a modo de zaquizamí físico y político, serán recluidos. Pero la presidenta de la cámara ha sido elegida -como lo iba a ser Iceta- para seguir dando oxígeno al soberanismo hasta que la autodeterminación, ese eufemístico y falaz "derecho a decidir" por cuya defensa la multó Rubalcaba, caiga por su propio peso en una negociación espuria.

La propia forma en que ha arrastrado los pies, ante la obligación reglamentaria de suspender a los diputados presos, la delata. Una vez que su intento de endosar la responsabilidad al Tribunal Supremo rebotó contra el lúcido frontón de Marchena y sus compañeros de Sala, Batet trató otra vez de ganar tiempo, pidiendo un innecesario informe a los letrados. Pese a que el reglamento es taxativo, como la propia Carmen Calvo venía advirtiendo, sólo el riesgo de estrenarse con una petición de dimisión de Cs y una querella por prevaricación del PP, la ha hecho claudicar.

Podrá alegarse que el único objetivo de tanta dilación era arrebatar a JxCat y ERC la baza del victimismo en la recta final de la campaña. Y es verdad que otras conductas de Batet alientan por analogía la idea de que ella misma tenía dudas sobre la pertinencia de la suspensión. Pero al final todo desemboca en la preservación de las opciones de investidura de Sánchez. Es decir, en el “tenemos que hablar” de Junqueras.

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Tal y como están los números, lo relevante no es que la suspensión de los presos y la negativa de tres de ellos a ser relevados pueda dejar la mayoría en 174 escaños. Lo esencial es que, una vez que Ana Oramas ha dejado claro en EL ESPAÑOL que los dos votos de Coalición Canaria dirán "no" a cualquier pacto con Podemos, los separatistas vuelven a tener la sartén por el mango. Sánchez no podrá ser presidente, ni siquiera en segunda vuelta, sin al menos la abstención de los diputados de Junqueras o Puigdemont. Excepto, claro, que termine debiendo la investidura a Bildu.

Así las cosas, resulta muy posible que, tras un primer intento fallido de investidura, empiece a correr el reloj hacia una repetición de elecciones, como en 2016, y vivamos una guerra de nervios que, inevitablemente, se mezclará con la sentencia del Procés y la eventual negociación de indultos. Mi pronóstico es que los separatistas terminarán cediendo, a cambio de algo, para evitar ser culpados de la vuelta a las urnas y con la vista puesta en repetir la coacción en cuanto toque aprobar el Presupuesto. O sea, de nuevo, la pesadilla de una mayoría Frankenstein, con el agravante de tener a Podemos en el Gobierno.

Comprendo que este panorama pueda resultarles atractivo a los estrategas del cuanto peor, mejor; y que ésa sea la querencia natural de la oposición. Sería inobjetable si, como ocurría hasta el 28-A, tuviéramos una cita electoral cercana. Pero prolongar este frentismo sin cuartel durante cuatro años, con la extrema izquierda y el separatismo cobrando peajes cada dos por tres, es un tormento que no merecen los españoles. Sobre todo cuando hay alternativas que sin duda se activarían en cualquier otra democracia europea.

Los lectores ya conocen mi propuesta en dos fases. A corto plazo, un pacto, entre PP y Ciudadanos, de abstención conjunta en la segunda vuelta de la investidura, que dé paso a un gobierno en solitario de Sánchez, sin hipotecas territoriales o económicas. A medio plazo, cuando el tiempo y los problemas que se avecinan obliguen a aterrizar en la realidad, un acuerdo de legislatura e incluso un gobierno de coalición que sume los 180 escaños del PSOE y Ciudadanos. No es por nada, pero desde que acuñé el lema de que "lo que no puede ser, no puede ser, y además es imprescindible", no dejo de recibir mensajes de los más sensatos de ambas orillas, preguntando dónde hay que firmar.