Hoy no me andaré con perífrasis por el oulipo experimental de las literaturas potenciales. Vamos al grano. Sostengo que, el lunes 27, hayan sido cuales hayan sido los resultados de la víspera, Pablo Casado, líder del segundo partido más votado en las generales, debería llamar a Albert Rivera, líder del tercero, y proponerle dos pactos. El primero, para garantizar el apoyo recíproco en todas las comunidades y ayuntamientos en los que la suma de PP y Ciudadanos pueda contribuir a formar gobiernos. El otro, para permitir la investidura de Sánchez en segunda vuelta, mediante una abstención conjunta, a cambio de unas líneas rojas, previamente pactadas entre ellos y negociadas luego con el presidente en funciones.

Ilustración: Javier Muñoz

No me detendré en el primer pacto, pues cae por su propio peso. Si Casado y Rivera estaban de acuerdo en apoyarse mutuamente para que el más votado hubiera llegado a la Moncloa, parece obvio que ese espíritu debería trasladarse a las demás instituciones. Son los dos partidos más complementarios y habrá margen para el do ut des, pues todo apunta a que Ciudadanos tendrá avances significativos, pero el PP hará valer su mayor capilaridad en toda España.

Entiendo que el segundo pacto pueda parecer anticlimático e incluso provocador. ¿La derecha democrática y el centro moderado permitiendo la investidura de aquél a quien sus bases han aprendido a detestar con apodos despectivos, cuando este señor ya ha anunciado subidas de impuestos y negociaciones con Podemos y los separatistas?

Pues sí. Precisamente, la disposición de Sánchez a llegar a acuerdos nocivos para el interés general en materia económica o territorial, debería ser el mayor acicate para ofrecerle alternativas que le liberen de esas hipotecas o, en su defecto, le pongan en evidencia ante su partido y ante la sociedad. Pero mi planteamiento parte de un aterrizaje previo en la realidad numérica del parlamento que se va a constituir.

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En el momento en que Sánchez selle con Iglesias el pacto que comenzaron a urdir, en sus dos horas y cuarto de reunión del martes, sumarán 165 escaños y, si se añade el de Compromis, 166. Para garantizar la investidura en segunda vuelta bastaría con obtener algún apoyo más entre los 9 escaños de PNV, Coalición Canaria y el partido de Revilla y la abstención o ausencia de algún que otro diputado de ERC, JxCat o Bildu. Enseguida habría más votos favorables que desfavorables.

La disposición de Sánchez a llegar a acuerdos nocivos para el interés general en materia económica o territorial, debería ser el mayor acicate para ofrecerle alternativas

Hay que ser conscientes de que, a falta de un acuerdo con contrapartidas -que empeoraría el saldo de la operación,- ni a los separatistas catalanes ni a los radicales vascos les convendría una repetición de elecciones, como en 2015, pues en los tres casos han mejorado notablemente sus expectativas y aparecer dinamitando, mano a mano con Vox, un pacto de izquierdas, condescendiente con el derecho a decidir, no sería la mejor tarjeta para volver a las urnas. Ese último clavo ardiendo, sencillamente, no existe.

O sea, que Sánchez será investido de forma inexorable presidente, a primeros de junio, con un mandato de cuatro años, durante los que no hay prevista ninguna elección de ámbito nacional que pueda ni siquiera erosionar la legitimidad del 28-A. La estabilidad de su Gobierno sólo dependerá ya de la estabilidad de su pacto con Iglesias; pero ni siquiera eso afectará a su continuidad.

Hay que recordar que Suárez gobernó, en el 77, con 165 escaños y, en el 79, con 168. Tras las tres mayorías absolutas, González gobernó, en el 93, con 159 escaños. A Aznar le bastaron los escuálidos 156 de la "amarga victoria" para mantenerse una legislatura completa, en el 96. Zapatero gobernó siete años y medio con 164 y 169 escaños. Y la situación más parecida sería la de Rajoy ,en 2016, cuando sumó a sus 137 escaños los 32 de Ciudadanos, mediante los seis compromisos, luego incumplidos, con Rivera.

La gran diferencia, respecto a esa malparida legislatura que terminó en infanticidio por cobardía, es que ahora no hay mimbres para constituir una mayoría alternativa a Sánchez mediante una moción de censura. Incluso si rompiera con Iglesias, sería inviable tumbarle pues, como digo, eso implicaría la colaboración activa de los propios podemitas y el separatismo, no ya con Casado y Rivera, sino con Vox.

De no cruzarse por el camino algo similar a mi propuesta, nos esperan cuatro años en los que todo quedará al albur de la modulación de los pactos entre Sánchez y un Iglesias que, con ministros o sin ellos, tendrá la llave de la gobernabilidad y por lo tanto del gasto público. La nueva imagen jesuítica que exhibió en los debates -suaviter in forma, fortiter in re- acrecienta su peligro, pues ha aprovechado el permiso de paternidad y las puñaladas internas para graduarse en la universidad de la astucia.

Todo quedará al albur de los pactos entre Sánchez y un Iglesias que, con ministros o sin ellos, tendrá la llave de la gobernabilidad y por lo tanto del gasto público

Iglesias sabe que nunca se verá en otra igual y va a sustituir el asalto frontal a los cielos por su colonización paulatina, mediante la técnica del entrismo, cual trosko disfrazado de ángel custodio. Cuatro años de pedropablismo pueden causar, en estas circunstancias, destrozos enormes en nuestra economía, nuestra estabilidad constitucional y nuestro modelo de convivencia.

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Admito que mi propuesta implica que Casado y Rivera hagan algo distinto a lo que se han comprometido y siguen comprometiéndose a hacer ante los electores. Pero ningún diputado está sujeto a mandato imperativo y la utilidad política depende siempre de las circunstancias. Pocos electores preferirán la coherencia estéril a la mutación que proteja sus intereses.

Hasta ahora se ha especulado por separado con una abstención de Ciudadanos, expresamente propuesta por Casado, o una abstención del PP, que sin duda encandilaría a Rivera. Se invoca el interés general, con tal de que sea otro el que se desgaste defendiéndolo. Sólo Esperanza Aguirre ha tenido la lucidez de apelar simultáneamente a ambos, en coherencia con lo que ya ofreció cuando, a pesar de ganar las municipales, se vio en minoría en la pugna por la alcaldía de Madrid.

La doble abstención desvincularía la defensa de la estabilidad política de la pugna por liderar la oposición, en la medida en que ni Casado ni Rivera podrían aprovechar el sentido de la responsabilidad del otro como arma arrojadiza en el circo mediático. El dar el paso juntos implicaría además otras tres grandes ventajas: les ayudaría a decir Diego donde dijeron digo, transmitiría a la sociedad la idea de que la cultura del pacto no está inexorablemente vinculada a la ocupación del poder y realzaría la excepcionalidad de la situación.

Teniendo en cuenta la similitud de sus programas en los asuntos clave para España, a Casado y Rivera no debería resultarles difícil trazar esas líneas rojas que presentarían mancomunadamente ante Sánchez. Se trataría de ponerle límites en materia fiscal, laboral o territorial de forma que pudiera concurrir a la investidura como el socialdemócrata que es, sin tener que pagar peajes adicionales a Podemos y los separatistas. Admitiendo que, con la ayuda inestimable de Vox –a modo de carabina de Ambrosio de la derecha-, el PSOE ha ganado las elecciones y eso implica consolidar un cierto giro a la izquierda respecto a los gobiernos de Rajoy, se podría garantizar con esta fórmula que ni las empresas, ni las familias, ni la igualdad entre españoles sufran daños irreversibles.

Se trataría de ponerle límites en materia fiscal, laboral o territorial de forma que pudiera concurrir a la investidura como el socialdemócrata que es

Bastaría con media docena de condiciones, tan fáciles de expresar como de interpretar, que colocaran a Sánchez ante el dilema de la continuidad dentro de la ortodoxia europeista o la aventura incierta de la radicalización, como rehén de los populistas. Sería un mero pacto para facilitar la investidura, tras el que Sánchez podría formar el Gobierno que le diera la gana y tanto Casado como Rivera seguir compitiendo por la hegemonía política del centro derecha y graduar cada oposición parlamentaria a su antojo.

Lo lógico sería que el PSOE comenzara gobernando en solitario, tal y como ya ha anunciado que pretende hacer, y buscara apoyos, según qué leyes, dentro de la llamada geometría variable. Pero no oculto que ese comienzo marcaría una nueva forma de entender la política en España, más pragmática, menos dramática, despojándola de atávicos frentismos.

Eso permitiría a Sánchez plantearse acuerdos de legislatura e incluso gobiernos de coalición, con quien diera mayores muestras de madurez, cuando vinieran mal dadas en materia económica o los separatistas lanzaran un nuevo órdago. La abstención en la investidura sería así una especie de preámbulo a un ejecutivo de amplia mayoría transversal, capaz de entrar a fondo en los grandes problemas de España y encarar los cruciales pactos de Estado, sin excesivos vaivenes ideológicos.

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Ábalos tiene razón al denunciar la incoherencia de quienes ahora niegan a Sánchez la abstención que le pedían hace tres años, en beneficio de Rajoy. El problema es que el “no es no” de entonces marcó un hito maniqueo que vacía de autoridad la crítica. Pero la reciprocidad en los reproches no sirve de ningún consuelo. Alguien tendrá que cortar en algún momento esta absurda concatenación de cordones sanitarios, impropia de una sociedad abierta y no digamos de un pensamiento liberal.

El “no es no” de entonces marcó un hito maniqueo que vacía de autoridad la crítica

Sería sencillamente incomprensible, lindero con el surrealismo, que quienes firmaron, hace tres años, un detallado pacto de gobierno, con nada menos que 200 medidas consensuadas, cuando sólo sumaban 130 escaños, fueran incapaces de llegar al acuerdo de mínimos que requiere la investidura, ahora que suman 180. Máxime cuando ninguno de sus dirigentes ha cometido ningún asesinato en el ínterin.

El reproche va dirigido a partes iguales. Es obvio que Sánchez ha estimulado la cerrazón de Rivera, al convocar su ronda de contactos monclovita en la misma semana en que comenzaba la nueva campaña electoral. O sea, en el peor momento para que nadie flexibilice posturas ante un oponente. Si a ello le unimos la debilidad de Casado, privado de margen de maniobra por el histórico descalabro del PP, está claro que Sánchez no buscaba el acercamiento con el centro y la derecha, sino poner de relieve su carácter imposible y, por lo tanto, la inexorabilidad, contra toda lógica matemática, del pacto con Iglesias. En suma, hacernos creer que no tiene otro remedio que consumar lo que le apetece.

Ha llegado, sin embargo, la hora de alzarse contra el pleonasmo elevado al cuadrado que durante demasiado tiempo ha impregnado de ingenio chispero el fatalismo patrio. Y ya que ni los aficionados más conspicuos dirimen el eterno debate sobre cuál de los dos Rafaeles -"El Gallo" o "Guerrita"- dijo aquello de que "lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible", justo sería que fueran dos jóvenes diestros, como Casado y Rivera, quienes hicieran, al alimón, el quite que sacara al toro gubernamental de la obstinada querencia al caballo podemita.

El empeño es quijotesco; pero el ideal, alto y la necesidad, extrema porque los puyazos, en la sofronizada testuz de Sánchez, los sufriremos todos. Si Luis Rosales acuñó, en su Cervantes y la libertad, al analizar el amor del Hidalgo por Dulcinea, el bello concepto de "lo imposible necesario" que desarrollé hace unos días ante los molinos de Campo de Criptana, bien cabe ir hoy un paso más allá, al advertir, de la mano de la situación política, que lo imposible se ha hecho ahora imprescindible.