Gracias al túnel del tiempo -y a las fotografías gigantes de la exposición del adyacente Centro de Documentación sobre el Nacional Socialismo- estoy aquí, al pie de las escalinatas de la Führerbau o Casa del Führer de Múnich, hoy, jueves 29 de septiembre de 1938. Sobre mi cabeza, dominando el pórtico de este imponente edificio de líneas rotundas y columnas dóricas, emblema de la arquitectura del Reich, tengo un enorme águila de bronce con la cruz gamada. De la terraza cuelgan dos gigantescas banderas: a mi izquierda, la del Reino Unido; a mi derecha, la de Francia. En cuestión de horas va a decidirse el futuro de Checoslovaquia.

Ilustración: Tomás Serrano

Hace un rato he visto llegar a Neville Chamberlain, embutido en su tres piezas negro de probo empleado de la City, con camisa de cuello vuelto, tipo ópera, exhibiendo la cinta de su corbata aplastronada y una cadena de reloj de oro, ceñida a la cintura del chaleco. Sólo le ha faltado su habitual paraguas. Me han llamado la atención sus cejas pobladas, su bigote boscoso, sus dientes de conejo y sus manos retorcidas por el reuma. Le ha recibido el mariscal Keitel, nuevo hombre fuerte de la Wermacht, tras la reciente caída del ministro de la Guerra, Blomberg, por haberse casado con la que resultó ser una antigua prostituta, con el Führer como testigo.

Luego ha entrado Edouard Daladier, con un aire taciturno, contradictorio con su orondo biotipo de hombre satisfecho. Su falta de lustre se acrecienta aún más, al llegar escoltado por el exuberante mariscal Goering, ministro del Aire y jefe de la Luftwaffe, cargado de condecoraciones como un pavo real. La presencia de Keitel y Goering tiene un sentido inequívoco: advertir a sus invitados de que la máquina de guerra alemana está a punto.

Una guardia de honor de las SS les ha conducido al vestíbulo, entre repiques de tambores. Desde allí, escaleras de mármol arriba, han atravesado una doble hilera de soldados con esvásticas que les han saludado brazo en alto, con gritos de “Hail Hitler!”, hasta  desembocar en un recibidor, forrado de paneles de madera, junto al despacho del Führer.

Los trajes de civiles burgueses de Chamberlain y Daladier, con chaleco y corbata, contrastan no sólo con los uniformes de sus escoltas, sino sobre todo con los de Mussolini y su común anfitrión. El Duce ha cruzado el pórtico sonriente, luciendo una camisa negra y una guerrera muy apretada sobre su torso marcial -alguno de los británicos dirá que llevaba una talla menos-, moviéndose en el entorno como Pedro por su casa. Invirtiendo las reglas del protocolo, el Führer ha llegado el último, con un rictus severo en el semblante y la cruz gamada sobre la manga izquierda de una chaqueta parda montada, con botonadura dorada a la derecha.

Luego nos contarán que Hitler ha subido a la antesala y ha entrado, justo cuando Chamberlain estaba presentándose a Mussolini, para darle las gracias por haber impulsado esta primera gran cumbre de la historia contemporánea, destinada a resolver, de forma pacífica, una crisis inminente. El Duce ha exhibido su falsa modestia: él tan sólo ha convencido a Hitler de que aplazara 24 horas la anunciada ocupación de los Sudetes, para buscar un acuerdo con las dos potencias que se comprometieron a garantizar la integridad de Checoslovaquia.

Chamberlain saluda a Hitler en presencia del intérprete. El director de EL ESPAÑOL en la Führerbau en la que se produjo el encuentro

El Führer ha saludado a los tres jefes de Gobierno y, sin más dilación, les ha invitado a pasar a su despacho. Les ha mostrado la máscara mortuoria de Federico el Grande y un enorme retrato de Guillermo I -dos de sus grandes fuentes de inspiración- y les ha hecho tomar asiento en un semicírculo de sillones, junto a la chimenea, en torno a una mesita baja, sin utilidad alguna. Tres ministros de Exteriores, Von Ribbentrop, el conde Ciano, yerno de Mussolini, y Francois-Poncet,  y el asesor especial de Chamberlain, Sir Horace Wilson, han completado, junto a los intérpretes, el grupo para la Historia.

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Enseguida se ha entrado en materia, de forma caótica, sin orden del día ni protocolo alguno. Hitler ha explicado que, en efecto, ha renunciado a actuar unilateralmente, como prueba de buena voluntad, pero que la exigencia de la anexión de las provincias con mayoría alemana, cuyos habitantes desean pertenecer al Reich, en consonancia con su lengua y con su raza, no puede demorarse. El objetivo de la reunión es que la ocupación de esas provincias no sea percibida como un acto de “violencia”, sino como el fruto de un “acuerdo”.

Sus palabras le han parecido “razonables” y hasta  “moderadas” a Chamberlain. No en vano ha dicho y reiterado, tras sus recientes encuentros bilaterales en el "nido del águila" de Berchtesgaden y un hotel de Godesberg, que el Führer es un hombre de fiar y que cree en su palabra de que esta es su última reivindicación territorial.

Mussolini ha puesto entonces sobre la mesa, como cosa suya, un documento con cinco puntos, que Hitler le ha entregado pocas horas antes, cuando lo ha recogido, de camino, en su tren privado, “para darle al problema una solución práctica”. A Daladier le ha parecido “objetivo” y realista”. El plan prevé que la ocupación de los Sudetes tenga lugar entre el 1 y el 10 de octubre, que una comisión de la cuatro potencias fije las nuevas fronteras y supervise la celebración de un referéndum, en aquellas provincias de etnia “mixta”, en las que la voluntad de sus habitantes no parezca clara.

Mientras Mussolini se queda a comer con Hitler en la Führerbau, Chamberlain y Daladier salen, a la hora del almuerzo, a reunirse con sus respectivas delegaciones para discutir la propuesta. Los franceses se alojan en el Hotel Kempinski, los ingleses en el Regina Palast. Nada más llegar, el primer ministro británico se entera de que allí están también, recluidos en su habitación, el ministro de Exteriores checo Masaryk y un asesor del presidente Benes, cuya presencia en la conferencia ha sido vetada por los alemanes. Se les ha ordenado esperar el resultado, sin salir del hotel.

Cualquier cosa, menos tener que cumplir la garantía dada a Checoslovaquia de defenderla con las armas

Cuando la conferencia se reanuda por la tarde, la suerte está echada. Franceses y británicos se escudan, recíprocamente, en la indecisión del otro para presentar sólo enmiendas “técnicas” al plan, sobre compensaciones económicas, protección de edificios oficiales y otras fruslerías. Cualquier cosa, menos tener que cumplir la garantía dada a Checoslovaquia de defenderla con las armas. Como ha dicho, hace sólo dos días, Chamberlain en el parlamento, “sería terrible que tuviéramos que cavar trincheras y ponernos máscaras de gas por una disputa en un país remoto, entre gentes de las que no sabemos nada”.

Hasta las enmiendas técnicas irritan a Hitler: "Nuestro tiempo es demasiado valioso para perderlo en nimiedades", masculla, mientras Mussolini se pasea, impacientemente, por la habitación con las manos en los bolsillos. Chamberlain hace un amago, rechazado con airados aspavientos por el Führer, de pedir la presencia de los checos,  pero el paripé termina pronto.

Por la noche, se redacta una comunicación oficial que implica aceptar el plan de Hitler y Mussolini y abandonar a Checoslovaquia a su suerte. A sir Horace Wilson le corresponde el trago amargo de comunicar el desenlace a los checos, desplegando ante sus ojos atónitos un mapa que implica el desmembramiento de su país. “Si ustedes no lo aceptan, tendrán que arreglárselas con los alemanes, absolutamente solos”.

Uno de los periodistas que permanece hasta el final al pie de esta escalinata, a la que me han traído la documentación y el atrezzo museístico, es William Shirer, el corresponsal del New York Herald, que ya tiene en la cabeza los primeros capítulos de la que será su mítica obra El auge y caída del Tercer Reich. A la una y media de la madrugada, ve salir a Chamberlain "bostezando" y con aspecto "plácidamente adormilado". Una hora después, observa la marcha de Hitler y Ribbentropp.  Shirer toma nota de que “la luz de la victoria brilla en los ojos del Führer cuando baja, pavoneándose, los amplios escalones”.

“Sería terrible que tuviéramos que cavar trincheras y ponernos máscaras de gas por una disputa en un país remoto, entre gentes de las que no sabemos nada

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A la mañana siguiente, Chamberlain logra que Hitler le firme en su residencia particular -delante de una mesa con la máscara mortuoria de Wagner- una breve declaración bilateral, en la que manifiesta “el propósito de nuestros dos pueblos de nunca volver a ir a una guerra contra el otro” y de “garantizar la paz en Europa”, resolviendo por la vía del diálogo cualquier futura discrepancia, con el caso checo como procedente.

Sentados en el sofá que ha utilizado más de una vez para retozar con Eva Braun -“Si Chamberlain supiera todo lo que ha pasado en ese sofá”, le dirá ella a un amigo, al ver las fotos-, Hitler ha escuchado la propuesta del premier británico con aire ausente. Ha asentido a cada párrafo con un escueto "Ja" y ha firmado, sin cambiar una coma. “Me pareció que no le podía negar un autógrafo a un anciano tan simpático”, comentará quitándole importancia, ante Ribbentropp, a “un trozo de papel sin significado alguno”. Mussolini aún será más sarcástico: “No era cuestión de negarle un vaso de limonada a un hombre sediento”.

Chamberlain agita el documento firmado por Hilter

Ese "trozo de papel" será el que el primer ministro británico exhiba, agite y enarbole, como un mago que saca un conejo de la chistera, tanto en el aeródromo de Heston, al ser recibido como un héroe, como desde el balcón de su casa de Downing Street, ante una multitud enfervorizada. Es entonces cuando, parafraseando a Disraeli, tras la paz de Berlín de 1878, pronunciará las palabras para la posteridad, de las que se arrepentirá, con la suficiente amargura, como para probablemente acelerar su muerte, durante los dos años y medio que le quedarán de vida: “Mis buenos amigos, esta es la segunda vez en la historia que una paz con honor ha llegado desde Alemania hasta Downing Street. Creo que es la paz durante nuestras vidas”.

Agasajado, junto a su esposa, por el rey Jorge VI que proclama que “el tiempo de la ansiedad ha pasado, gracias a los magníficos esfuerzos del primer ministro por la causa de la paz", un alud de 20.000 cartas y telegramas de felicitación colocará a Chamberlain en un estado de éxtasis que durará una semana. Ni siquiera la solitaria dimisión del ministro de Marina, Duff Cooper, altera su euforia.

Pero, el 6 de octubre, se oye en los Comunes el rugido del león aguafiestas. Winston Churchill toma la palabra con dureza inusual y sin rodeo alguno: “Comenzaré diciendo... que hemos sufrido una total e inmitigable derrota... Todo se ha terminado. Silenciosa, triste, abandonada, rota, Checoslovaquia se sumerge en la oscuridad.”

Haciendo caso omiso a las interrupciones de Nancy Astor y otros diputados partidarios del acuerdo, Churchill describe lo ocurrido de la forma más gráfica imaginable: “En lugar de apoderarse de los víveres de la mesa, Hitler se ha conformado con que se los sirvamos plato a plato... Se nos pidió una libra a punta de pistola. Cuando se pagó, se nos pidieron dos libras a punta de pistola. Finalmente el dictador se conformó con una libra, 17 chelines y 6 peniques. Y el resto, en promesas de buena voluntad para el futuro”.

“Comenzaré diciendo... que hemos sufrido una total e inmitigable derrota... Todo se ha terminado. Silenciosa, triste, abandonada, rota, Checoslovaquia se sumerge en la oscuridad.”

Muy en el papel del profeta Jeremías que despectivamente le atribuye el Times, Churchill concluye con unas palabras que avivan la indignación de la mayoría y la zozobra de la minoría: “No creáis que esto es el final. Esto es sólo el comienzo del ajuste de cuentas. Este es sólo el primer sorbo. El primer anticipo de una copa amarga que se nos suministrará año tras año... a menos que nos levantemos de nuevo en defensa de la libertad, como en los viejos tiempos”.

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Churchill perdió esa votación pero su vaticinio se cumpliría pronto. Chamberlain obtuvo un confortable margen de 366 diputados frente a 144, tras proclamar que los propios checos le “agradecerían un día haber conseguido un futuro más feliz”. El 31 de octubre, cuando Hitler ya había engullido un territorio de 30.000 kilómetros cuadrados y tres millones y medio de habitantes, el primer ministro asumió la palabra o, mejor dicho, el concepto clave ante su gabinete: “Debemos practicar una política exterior de apaciguamiento con las dictaduras”.

Diez días después se sintió "horrorizado" por el pogromo de la "noche de los cristales rotos", durante la que un centenar de judíos fueron asesinados y muchos más vieron sus propiedades salvajemente destruidas. Pero, incluso entonces, se mantuvo fiel a su política. “El problema será evitar, tanto el riesgo de pasar esto por alto, como el de realizar el tipo de críticas que pueden acarrear peores consecuencias a las infelices víctimas”, escribió a su hermana.   

Ese mismo espíritu impregnaba la conducta de los hombres clave de su diplomacia. Cuando, cuatro meses después, trascendió que Hitler estaba a punto de apoderarse del resto de Checoeslovaquia, el embajador británico en Berlín telegrafió a su ministro: “Sería conveniente que durante el fin de semana no se publicara nada que pudiera excitarle a cometer una acción precipitada”.

El cable llegó al Foreign Office el viernes. El domingo las tropas alemanas entraron en Praga. "Hoy es el día más feliz de mi vida", comentó Hitler. Se sentó en el despacho de Benes y, al firmar el decreto de anexión al Reich, añadió: “Checoslovaquia ha dejado de existir”.

Sólo faltaba medio año para que la invasión de Polonia desencadenara la Segunda Guerra Mundial que convirtió aquel "autógrafo", aquel "vaso de limonada" que el sediento Chamberlain había enarbolado como garantía y a modo de brindis por la “paz durante nuestras vidas”, en el más humillante papel mojado de la Historia.

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Ochenta años después, la Führerbau parece, a primera vista, un edificio abandonado. Sólo una modesta placa, en el murete que ciñe su recinto, en el número 12 de la Arcistrasse, recuerda nada más que en alemán, lo que ocurrió en este lugar, el 29 de septiembre de 1938. El águila y las banderolas han desaparecido. Las entonces blancas columnas, los otrora brillantes peldaños del pórtico han ido oscureciendo como si una pátina de vergüenza tiznara el conjunto. Todas las puertas, menos una, están cerradas a cal y canto. En lugar de la Guardia de Honor de las SS, un antipático conserje, con barriga de bebedor de cerveza, controla ese único acceso del que emanan caóticos sonidos.

La Führerbau es ahora la sede de la Academia de Música de Múnich y lo que se escucha es la rutina diaria de los alumnos que no están de vacaciones, afinando sus instrumentos. Apelando a mi condición de periodista, logro que el antipático conserje me permita acceder al vestíbulo, en pos de los vestigios de aquella conferencia de paz que proporcionó el deshonor y no puedo evitar la guerra. Es suficiente. Aquí está la escalinata de mármol, por la que subieron y bajaron los cuatro grandes de Europa, entre dos hileras de uniformes de las SS.

Múnich, además de una maravillosa ciudad, en la que antes y después pasaron muchas otras cosas, es el símbolo del error del apaciguamiento

Múnich, además de una maravillosa ciudad, en la que antes y después pasaron muchas otras cosas, es el símbolo del error del apaciguamiento. Munich es un concepto, un territorio virtual, una capital de la equivocación, que ningún gobernante puede ignorar desde entonces.

Puigdemont acaba de decir que "la mayoría de los conflictos violentos tienen como origen la negativa a conceder el derecho a la autodeterminación". No, la enseñanza de Múnich es exactamente la contraria: lo que, antes o después, desata la violencia es la pretensión de alterar las fronteras, cuando se estimula artificialmente la demanda de autodeterminación, en pos de la homogeneidad lingüística o racial.

El diario de Duff Cooper es muy explícito sobre quien pretendía qué, cuando, el 17 de septiembre de 1938, comenta el resumen que Chamberlain hace al gabinete, tras su primer encuentro con el Führer en su "nido del águila" alpino: “Hitler habló de la autodeterminación y le preguntó al primer ministro si aceptaba ese principio. El primer ministro le contestó que debía consultarlo con sus colegas. Desde el principio hasta el fin, Hitler no mostró la mínima disposición a ceder en nada”. Para él estaba claro que quienes hablaban una misma lengua, formaban un mismo pueblo y debían tener un mismo jefe.

Para el nacionalismo fanático el fin siempre justifica los medios. En Checoslovaquia, no hubo otro plebiscito que el de los tanques y acabo de ver, en un museo de Salzburgo, las papeletas del referéndum de la anexión de Austria que precedió a la crisis de Múnich. El círculo del "sí" aparece ya marcado con una cruz; bajo el nombre de Hitler, el del "no" queda en una esquina, tres veces más pequeño y, por supuesto, vacío.

Por mucho que exhibiera su foto, pretendiendo usurpar su tozuda determinación a no ceder hasta lograr la victoria -esa característica también la tenía Hitler-, Torra no es Churchill. La equiparación es tan grotesca y ofensiva hacia la memoria del hombre que salvó a Europa del totalitarismo basado en la exaltación de la superioridad de un pueblo sin "espacio vital" -o sea, de una obsesión como la de Torra-, que sólo cabe especular con cuál de sus legendarios insultos habría despachado el gigante al alfeñique.

Tal vez, le habría dicho que cuando él estuviera sobrio, él seguiría siendo igual de tonto; tal vez, habría descrito el coche oficial vacío, con banderín de la Generalitat, que lo transporta; o, simplemente, siguiéndole el rollo de "cuando las bestias hablaban", le habría asimilado a la tribu de los "leopardos humanos" que practicaban el canibalismo en Sierra Leona, como hizo con algunos dirigentes del Sinn Fein, para dejar clara su opinión sobre el separatismo.

Churchill dió más que sobradas muestras de en qué bando estaría hoy. Quienes actúan frente al órdago identitario catalán, como lo hizo él frente al órdago identitario nazi, advirtiendo contra la peligrosa tentación de aplacar a los independentistas con concesiones, arracadas a través del diálogo, son Rivera y Arrimadas, Casado y Dolors Montserrat. Pero también Margarita Robles, Borrell y Ábalos.

Por eso, por mucho que entorne los ojos, ante esta escalera de mármol, por la que ya trataron en vano de ascender Rajoy y Soraya, sinceramente, no veo a Pedro Sánchez, pasando del primer descansillo, en modo presidente nefelibata, por muy escoltado que vaya por Lola Delgado y Meritxell Batet. Hay motivos sobrados para la alarma, y así lo refleja hoy nuestra encuesta, porque lleva ya tres meses jugando con fuego, al hacer del diálogo una absurda tautología. Pero entre las elecciones y Múnich, estoy seguro de que elegirá las elecciones.

El director de EL ESPAÑOL ante la Führerbau convertida hoy en la Academia de la Música de Múnich