Este artículo no podría publicarse en ninguno de los diarios nacionales cuyos presidentes le deben la supervivencia. Tampoco encontrará eco alguno en las televisiones que llevan años forrándose gracias a su patronazgo. Y en el PP o en los despachos gubernamentales circulará, a hurtadillas y entre cuchicheos, para eludir la delación de sus hechuras. Pero ya es hora de decir bien alto que el ridículo internacional que acaba de hacer España, al tener que retirar la orden europea de busca y captura contra Puigdemont, es la culminación del naufragio político al que nos han arrastrado la incompetencia y el despotismo de Soraya Sáenz de Santamaría.

Ilustración: Javier Muñoz

Vaya por delante que el juez Llarena ha hecho una inteligente operación de control de daños, al renunciar a la extradición solicitada a Bélgica. El riesgo de que el tribunal de Bruselas condicionara la entrega de Puigdemont a la restricción de los delitos por los que podría ser juzgado era demasiado alto y sus consecuencias sobre el conjunto de la causa por la Declaración Unilateral de Independencia de Cataluña, demasiado graves.

Bien hecho, pues. Tanto el auto denegando la libertad de Junqueras, Forn y los Jordis, sobre la base del riesgo de la reiteración delictiva, acentuada por la condición de candidatos de algunos de ellos, como esta retirada estratégica demuestran que el instructor del Supremo tiene una cabeza muy bien amueblada en términos jurídicos y puramente lógicos. Y esta miel cubre ya unas cuantas hojuelas porque la competencia y el coraje de los jueces y fiscales –Lamela, Armas, Ramírez, Maza, Madrigal, Bañeres, Magaldi…- que están persiguiendo los delitos de los separatistas son, junto a la movilización de la sociedad civil, la única buena noticia, de estos meses aciagos, para la España constitucional.

El que el proceso por rebelión y sedición contra Puigdemont y sus consellers esté en buenas manos no atenúa, sin embargo, el bochorno que produce que Llarena se haya visto abocado a esa opción por el camino del mal menor. Para mantener viva la posibilidad de castigarles algún día, como merecen, el Estado ha tenido que renunciar a perseguir fuera de sus fronteras a los autores de una intentona golpista destinada a subvertir la legalidad y desmembrar la Nación. Eso es una catástrofe tanto para el prestigio de España, como para la autoestima de los españoles.

La competencia y el coraje de los jueces y fiscales que están persiguiendo los delitos de los separatistas son, junto a la movilización de la sociedad civil, la única buena noticia, de estos meses aciagos, para la España constitucional

Implica nada menos que la libre circulación de movimientos por el mundo entero de quienes, tras pilotar las distintas fases de una rebelión institucional televisada en directo, burlaron la acción de la justicia por el simple procedimiento de cruzar sin oposición alguna la frontera. Y, lo que es más grave aún, implica tener que enmudecer ante las bravatas triunfalistas de Puigdemont y sus abogados, en el sentido de que la Justicia belga iba a darles la razón, reduciendo a meros actos políticos que deben dirimirse por métodos políticos, lo que a nuestros ojos -como a los de tantas otras legislaciones democráticas- son gravísimos delitos, merecedores de fulminante sanción penal.

¿Cómo es posible que un viernes por la tarde pueda consumarse un golpe de Estado como el que supuso la DUI y el lunes por la mañana, cuando el Fiscal General se disponía a presentar la pertinente querella, los golpistas amanezcan en Bruselas? Imagínense que el 23-F hubiera ocurrido eso con Armada o con Milans. Por supuesto que Maza, bueno era él, se habría adelantado tramitando la querella ipso facto y ordenando la detención inmediata de los miembros del Govern, si hubiera sido advertido por el Ejecutivo de esa eventualidad. Pero, para ello, habría sido preciso que quien tenía o debía haber tenido los pertinentes informes de los Servicios de Inteligencia, o sea, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, hubiera previsto y compartido ese escenario con los ministros de Justicia e Interior, con la antelación suficiente, o, al menos, hubiera tenido bastantes reflejos para alertarles y movilizarles in extremis. ¿No lo hizo porque estaba en babia o porque Catalá y Zoido no son lo suficientemente sorayos como para compartir con ellos sus dosieres y sus cuitas?

Sólo la atrofia de nuestra sensibilidad democrática, estimulada por la rendición de los principales medios -empezando por aquellos que parecen más farrucos- al pesebre monclovita que gestionan sus comisarios políticos, explica que la retirada de la euroorden no haya ido acompañada por la destitución del general Sanz Roldán como director del CNI y/o por la dimisión de Sáenz de Santamaría como vicepresidenta del Gobierno.

¿Es que no se enteraron de que Puigdemont estaba preparando su huida a Bélgica, a través de abogados cuya pasada trayectoria debería mantenerles de por vida en el punto de mira de cualquier servicio de inteligencia? ¿Es que, durante los varios años que ha durado su encargo prioritario de analizar y preparar respuestas para "todos los escenarios" hacia los que podía derivar el problema catalán, no contemplaron este? ¿Es que desconocían los resquicios de la Euroorden? ¿Es que se han enterado ahora de cómo funciona la política en Bélgica, de cuáles son sus leyes y cuál la práctica de sus tribunales? ¿Es que no sabían que Puigdemont vivía en Girona? ¿Es que no sabían que Girona está bien cerquita de la frontera? ¿Es que no sabían que existen vehículos de motor que en poco tiempo pueden recorrer grandes distancias? ¿Es que no sabían que hay unas instalaciones llamadas aeropuertos desde las que despegan aviones?

Desde que Rajoy convirtió a Soraya en virreina plenipotenciaria para Cataluña, todas y cada una de las fases de su actuación se han saldado con fracasos tan estrepitosos como para que alguien con mayor sentido del pudor se hubiera quitado ya de en medio

Sólo esta reducción al absurdo explica lo absurdo de que los hechos hayan sido estos, lo absurdo de que no hayan rodado cabezas y lo absurdo de que nadie las pida tan siquiera. Máxime cuando llueve sobre mojado, porque desde que Rajoy convirtió a Soraya en virreina plenipotenciaria para Cataluña, todas y cada una de las fases de su actuación se han saldado con fracasos tan estrepitosos como para que alguien con mayor sentido del pudor se hubiera quitado ya de en medio.

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Ahí está la Operación Diálogo, ahorcada en el cable del viejo funicular del Tibidabo. ¿Para qué tanto despacho? ¿De qué sirvieron tantas idas y venidas, tantos encuentros secretos, tanto mirar para otro lado, tanto buscar intermediarios, tanta confianza en Junqueras y su equipo? Sólo para poner la otra mejilla ante cada bofetada a la legalidad y terminar enviando a Rajoy y al rey Felipe al insultódromo de la manifestación posterior a la masacre islamista de las Ramblas.

Ahí está luego la calamitosa gestión de la jornada del 1-O, con sus palos de ciego por doquier, entre la ardiente oscuridad de la falta de información sobre los planes de los golpistas, la ubicación de las urnas o la verdadera disposición de los Mossos y el pueril negacionismo que, en medio del bochorno internacional, se extendió hasta el mensaje del Rey del martes por la noche. A los propios ministros, ajenos como siempre al dispositivo coordinado por la vicepresidenta, se les caía la cara de vergüenza al comprobar hasta dónde alcanzaba el destrozo. Una de las grandes agencias de calificación de riesgos llegó a preguntar formalmente a uno de ellos si España se precipitaba hacia una nueva guerra civil.

Y aquí está ahora la más inapropiada, inconveniente y disparatada convocatoria electoral que imaginarse pueda, fruto de la precipitación y el miedo. Como acaba de declarar a EL ESPAÑOL, casi al borde del llanto, un compungido García Albiol, lo suyo era “un 155 de un año o año y medio”, no sólo para “corregir las desviaciones” calcificadas en competencias clave de la Generalitat, sino para haber dado tiempo a que la Justicia persiguiera, juzgara y condenara a los golpistas del 1-O y la DUI, trazando la línea infranqueable de las penas de inhabilitación que les hubiera impedido ser candidatos.

El presidente de la Sala Segunda ha explicado, a quien ha querido oírle, que el Supremo estaba en condiciones de culminar su trabajo en la mitad de ese plazo máximo. Y que no se invoque la coartada de la exigencia de PSOE y Ciudadanos, pues ambos partidos habían dado ya por bueno el lapso de seis meses para la convocatoria y por lo tanto de ocho para poner las urnas. Habríamos tenido elecciones el curso que viene y con los deberes políticos y penales hechos.

No, lo que ha sucedido es que de la misma manera que, a la hora de la verdad, resultó que Soraya no tenía plan alguno ni para impedir el choque de trenes ni para afrontarlo, tampoco tenía plan alguno para despejar la vía tras el achatarramiento. La nominalmente presidenta en funciones de la Generalitat no era siquiera capaz de poner en marcha una administración autonómica interina, al modo en que lo hizo la Segunda República tras aquel otro octubre del 34. No tenía un diseño burocrático, ni una hoja de ruta política, ni una estrategia de comunicación. Nada de nada.

Lo que ha sucedido es que de la misma manera que, a la hora de la verdad, resultó que Soraya no tenía plan alguno ni para impedir el choque de trenes ni para afrontarlo, tampoco tenía plan alguno para despejar la vía tras el achatarramiento.

Eso fue lo que empujó a Rajoy a improvisar esta convocatoria electoral exprés, a modo de ocurrencia de última hora. Digo “improvisar”, digo “ocurrencia” y digo “última hora”, porque si no hubiera sido así, ¿a santo de qué se habría incluido entre las medidas aprobadas por el Senado una detallada distinción entre aquellas materias sobre las que el Parlament iba a poder seguir legislando y aquellas en las que le estaría vedado hacerlo? Fue la limitación de competencias más efímera de la historia. El Gobierno nunca se habría metido en ese berenjenal si hubiera tenido previsto disolver la cámara autonómica en cuestión de horas.

Puede alegarse, con mucha razón, que todos estos derrapes de conductora ebria tienen un responsable final en la persona de Rajoy y, a menos que se produzca el milagro de una mayoría constitucional que, de momento, ningún sondeo ni remotamente huele, será a Rajoy a quien estemos esperando, después de Navidad, con el “segundo sobre” en ristre. Pero, por debajo de sus decisiones, hay una responsabilidad ejecutiva nítidamente delimitada: Cataluña era coto exclusivo de Soraya, al menos desde los tiempos en que se apartó a Gallardón de la gestión política del problema.

Es decir, que la responsable directa de que Puigdemont pudiera convocar el 1-O, celebrar el 1-O, escaparse tras el 1-O y poder moverse libremente tras el 1-O, es Soraya. A la que hay que pedir, de momento, cuentas de que Puigdemont pueda entregarse o no, según le convenga como argucia de final de campaña, y de que Puigdemont tenga después la alternativa de jugar la baza del “preso político” o la del “president en el exilio”, en función de lo que le aconsejen los resultados del 21-D, es a Soraya.

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No me extraña que haya sucedido este desastre, pues el abuso de poder y la chapuza suelen engarzarse con frecuencia like the horse and carriage de aquella canción romántica de Sinatra en defensa del matrimonio. Desde que Rajoy, cual Papaíto Piernas Largas de las tiras cómicas del siglo pasado, promocionara a su Annie la Huerfanita al liderazgo del Grupo Parlamentario Popular en 2008 y a la vicepresidencia del Gobierno en 2011, Soraya ha disfrutado de un poder delegado omnímodo. Cuantos osaban contrarrestarlo, como los llamados miembros del G-8 que invocaban nada menos que la condición de amigos personales de Rajoy, eran implacablemente laminados. Los periodistas serviles, y no digamos los editores traidores que conspiraban para apuñalar a quienes no eran ni lo uno ni lo otro, se arrastraban como alfombras a sus pies. Ninguna parcela de poder quedaba fuera de su alcance, ya se tratara de la Comisión Delegada para Asuntos Económicos o del Centro Nacional de Inteligencia. Si alguien debía debatir en campaña electoral en sustitución de Rajoy, pese a no ocupar tal rango en el PP, era ella. Quien ordenaba cuándo tocaba proteger y cuándo perseguir a un Bárcenas o un Villarejo era ella. Soraya ha decidido desde las listas de tertulianos que sometía servilmente a su aprobación el Pascual Criado Leal de RTVE, a los nombramientos en los órganos constitucionales. Cómo habrá sido la cosa para que hasta su intrigante jefa de prensa sea hoy un poder fáctico, al que medio Madrid teme tanto como desprecia.

Soraya o la borrachera del poder sin consistencia. El suyo es el último ejemplo de cómo se construyen grandes andamiajes sin nada sólido detrás. A Rajoy no le era fácil encontrar a alguien con menores convicciones que las suyas, pero tenía chupado dotarla de un aura de mayor capacidad de trabajo y decisión. La fama y el prestigio se nutren de la adulación y el miedo, pero cuando llega la prueba de un fuerte golpe de viento, la fragilidad de todo el tinglado queda al descubierto. Eso es lo que ha representado la crisis catalana para Sáenz de Santamaría. Quién nos iba a decir que aquella muchachita, con aire timorato, que nos enseñó su pie descalzo en una legendaria portada dominical, quedaría retratada en su desnudez política cuando sobre sus múltiples ropajes ceremoniales luciera también el imponente manto de virreina.