Durante más de veinte años fui "el señorito" de Francisco Umbral. Es decir el director de los periódicos -Diario 16 y El Mundo- a los que acudía todos los días a hacer la columna con la dedicada asiduidad con que la asistenta quita el polvo a la casa y cuelga la colada. Nunca duró tanto con ningún otro director. Por eso no hay título ni timbre de honor del que pueda sentirme más orgulloso: Umbral representa en España la apoteosis del periodismo como género literario y como activismo cívico. Por lo que escribía y por cómo lo escribía.

Francisco Umbral con la Olivetti con la que escribió esta carta a Pedro J. Ramírez.

Hoy se cumplen diez años de su muerte, en las postrimerías de aquel premonitorio verano de 2007, en el que estalló la burbuja de las hipotecas basura y se incubaban ya todos los desastres de la crisis. La valoración de su legado literario y su leyenda personal no han dejado de crecer desde entonces. De ahí que me parezca oportuno ofrecer a curiosos y eruditos, a sus entusiastas lectores y a quienes aún continúan teniéndole atravesado en la memoria, un documento inédito, con la espontaneidad de lo íntimo, que refleja como pocos sus obsesiones como creador. Publicarlo es el mejor homenaje que hoy le puedo hacer.

Se trata de la carta, tecleada en su Olivetti de toda la vida, mediante la que me anunciaba el 14 de septiembre de 1993 que había decidido ponerme los cuernos con Luis María Anson y abandonar El Mundo para unirse al Abc. Llevábamos varios días forcejeando en torno a ello. Él creía que tenía una oferta que no podía rechazar, pero yo era su amigo y confidente. Había dejado Diario 16 en protesta por mi despido y hacía cuatro años que habíamos fundado juntos El Mundo, que ya era un gran éxito editorial y empresarial. Era además el padrino de mi hija Cósima. Acababa de regalarle su primer perro. Y, en contra de su leyenda negra, Paco era muy sensible a esos lazos humanos.

Carta de Francisco Umbral a Pedro J. Ramírez del 14 de septiembre de 1993.

Necesitaba argumentos contundentes que me hicieran abandonar toda esperanza y tenía que exponerlos con la brutalidad de lo irreversible. Ese es el sentido del folio que hoy reproduzco. Cada párrafo estremece por lo rotundo y primitivo de su actitud como escritor: "Sabes que la única cosa que realmente me importa en esta vida es la literatura, mi literatura, como a ti el periodismo, tu periodismo, tus periódicos", dice en el primero.

"Me exiges que condene mis libros al silencio, que estrangule a mis hijos", añade melodramáticamente en el segundo, tras describir las ventajas de tener el Abc Cultural como plataforma. Y enseguida cita a Shaw para alimentar su imagen de ogro unidimensional e implacable: "El artista debe asesinar a su madre, si es preciso, para hacer su obra". Y lo decía, precisamente él, "el hijo de Greta Garbo", que había hecho de su madre la referencia permanente de su prosa.

Tras otra cita de Ortega que revelaba una ansiedad de reconocimiento tan pueril como el niño de provincias que seguía llevando dentro -"El horizonte se angosta y yo todavía tengo mucho que escribir"- Umbral consumaba su estocada, comparando la situación con la "de una vez que estuve a punto de separarme de mi mujer". Terminaba halagándome, al equipararnos en esa "decisión criminal y resplandeciente que es la vocación". Según Umbral, yo había ejercido "un magisterio inverso", de carácter "moral/inmoral", sobre él -a veces tuve la sensación de que me miraba como a la proyección del hijo que perdió- pero no tenía más remedio que elegir entre coadyuvar a mi vocación o aferrase a la suya. "Y la mía no es menos violenta que la tuya", concluía.

"Sabes que la única cosa que realmente me importa en esta vida es la literatura, mi literatura"

La despedida aun incluía una sardónica mirada sobre sí mismo -"Perdona esta lágrima dura, sentimental y de derechas"- y un abrazo dirigido al "dandy" Alfonso de Salas que, como primer presidente de El Mundo, siempre defendió la independencia del periódico, aun sin conseguir crear la suficiente escuela.

Umbral nunca se separó de María España y volvió a El Mundo, después de sólo 57 días en el Abc, con la misma mezcla de lucidez y confusión con que volvía al redil doméstico tras sus escapadas, casi siempre más virtuales que reales. El punto clave del que había sido mi razonamiento para seguir juntos lo expresó él mismo, unos cuantos años más tarde, en su libro Un ser de lejanías: "Alaban mi estilo los que quieren matar mi pensamiento". 

No era este desde luego el caso de Luis María Anson ni de la gran directora del Abc Cultural Blanca Berasategui -de hecho fiché a ambos para El Mundo con su magnífico suplemento incorporado-, pero sí de una parte de los lectores de Abc. En el 93 el debate sobre el terrorismo antiterrorista de los GAL estaba en todo su apogeo y Umbral había abrazado con denuedo la intransigencia de El Mundo ante el crimen de Estado y la corrupción que le era inherente. Además sus posiciones laicas y su visión de la vida genuinamente progresista -o si se quiere de izquierdas- irritaban a la España conservadora. Bastó una columna irónica sobre la Inmaculada Concepción para que una serie de Cartas al Director y llamadas telefónicas le demostraran a Umbral que aquel no era su periódico.

Umbral nunca se separó de María España y volvió a El Mundo, después de sólo 57 días en el Abc

Él mismo lo explicó, dejando traslucir sus fantasías y temores más íntimos: "No me compensaba estar escribiendo para un público que yo veía que no era el mío. Se me dirá que no serán así todos los lectores del Abc pero basta que haya uno y que me lo encuentre un día por la calle para que me parta las gafas y me dé dos hostias". 

Umbral siguió en el que entonces era "nuestro periódico" hasta el último día de su vida. Murió tratando de dictar una última columna sobre "las uvas doradas" y "el romanticismo y el clasicismo". La postrera palabra que salió de su boca fue "punto". Como dijo Zorrilla en el entierro de Larra, "así acabó su misión sobre la Tierra". Pero cuanto había de "criminal y resplandeciente" en su "violenta vocación" literaria sigue iluminando una senda empinada, al final de la cual queda un trono vacío.