Martes 6 de julio de 2010. 00.30 de la madrugada. Avenida de las Provincias Vascongadas en las inmediaciones de Pozuelo. Dos figuras intercambian susurros en el exterior del chalé adosado de Luis de Guindos, protegidos al otro lado de la calzada por la mediana arbolada de la calle. El uno es Mariano Rajoy. El otro soy yo.

Ilustración: Javier Muñoz

Acaba de concluir una de las cenas que con dos o tres meses de intervalo viene organizando el asesor económico del líder de la oposición y miembro del consejo de administración de la empresa editora de El Mundo para intentar restañar la brecha de desconfianza abierta tras los duros ataques del periódico a la manipulación del congreso del PP de Valencia a través de los avales previos. Como de costumbre me han acompañado el consejero delegado Antonio Fernández Galiano y el vicedirector Casimiro García-Abadillo.

Guindos se ha esmerado con el catering, los habanos y el gin-tonic. Hemos cenado como nunca pero nos hemos aburrido como siempre. Incluso en un entorno tan restringido resulta difícil sacarle algo de interés periodístico a Rajoy. Aznar era hermético, pero entre las rendijas de su blindaje siempre se filtraban reflexiones de calado y frases memorables. Rajoy es simplemente plano: el yermo de las almas. Cada día que pasa está más cerca de entrar en la ciudad abandonada en la que empieza a convertirse la Moncloa, tras la voltereta económica que la UE ha obligado a dar a Zapatero. Pero no hay manera de sacarle detalles sobre su proyecto, más allá de su insistencia en que bajará a la vez los impuestos y el déficit.

A lo largo de la cena le hemos recomendado una y otra vez que corte por lo sano con dirigentes sobre los que pesan graves sospechas de corrupción como Camps y Bárcenas. Él se ha aferrado de forma numantina, rayana en lo incomprensible, a la presunción de inocencia tanto del presidente valenciano como del tesorero. Y de ahí no ha habido quien le sacara. Sólo muy al final ha deslizado una frase enigmática sin separar los dientes: "Mañana no vamos a tener un buen día". Sin querer aclarar nada, pese a nuestros reiterados esfuerzos, ha pasado enseguida a banalizar sobre otro asunto.

Aznar era hermético, pero entre las rendijas de su blindaje siempre se filtraban reflexiones de calado y frases memorables. Rajoy es simplemente plano

De ahí mi último intento a solas en la oscuridad. "Coño, Mariano, dime a qué te referías antes, que ya tenemos cerrada la edición". Y entonces, oh milagro, va y me lo cuenta, bajo promesa de no revelar nada hasta el día siguiente. Apenas nos despedimos, me meto en el coche y llamo a Casimiro: "Van a detener dentro de unas horas a José Joaquín Ripoll, presidente de la Diputación de Alicante. No podemos publicarlo pero tengamos todo preparado".

El recuerdo de este episodio ha venido ahora a mi mente con el siguiente razonamiento: si cuando sólo era jefe de la oposición Mariano Rajoy conocía de antemano -obviamente porque algún cargo policial se lo había comunicado- una operación de alcance restringido y logística limitada como la detención de un individuo, es evidente que siendo presidente del Gobierno, el pasado viernes 22 por la tarde, en el momento de su entrevista con el Rey, tenía que saber que se estaba ultimando una redada del alcance y despliegue operativo -nada menos que 24 detenciones- de la que tuvo lugar en Valencia a primera hora del martes 25.

Esto arroja nueva luz sobre el súbito cambio de actitud que, respecto a sus reiteradas manifestaciones anteriores, supuso la negativa a aceptar el encargo de formar gobierno que le encomendó el monarca. Basta pulsar el clima de indignación ciudadana que ha desatado el descubrimiento de esta nueva trama que, como de costumbre, mezcla la corrupción de golfos redomados como Alfonso Rus con la financiación ilegal del PP, para darse cuenta no sólo de que las escasas posibilidades de Rajoy de obtener apoyos se habrían esfumado, sino de que su debate de investidura se hubiera convertido en una carnicería parlamentaria de enorme impacto mediático.

Pero si esto explica la espantada sin precedentes del cobardón de Pontevedra mucho mejor que ninguna consideración táctica, hace en cambio más incomprensible su empecinamiento en seguir aferrado al burladero en espera de una nueva oportunidad. El PP es una caja de bombas, de forma que el mes que no estalle el ordenador de Bárcenas, lo hará la memoria de Matas o Granados o alguna de las investigaciones de Anticorrupción en media España.

Lo peor es que su partido le permite ejercer de estorbo nacional. Todos sabemos que cuando un torero no se atreve con el bicho que le ha tocado en suerte, y esto se aplica desde al gran Curro Romero hasta al pobre novillero Cristian Hernández, que reconoció que le habían faltado "dos huevos" para culminar la lidia en la Monumental de México, la fuerza pública le obliga a abandonar la plaza y le traslada a comisaría donde se interpone la correspondiente denuncia por incumplimiento de contrato.

El PP es una caja de bombas, de forma que el mes que no estalle el ordenador de Bárcenas, lo hará la memoria de Matas o Granados o alguna de las investigaciones de Anticorrupción

A veces el ritual conlleva incluso que al acoquinado se le corte previamente la coleta delante del respetable, al modo en que se retiraban los galones en público a los oficiales indignos, aunando así el ostracismo al oprobio. Seguro que cada uno de los millones de ex votantes del PP, engañados por Rajoy, añadiría sus propios argumentos a esa reparadora ceremonia.

¿Por qué se niega el presidente en funciones a pasar por las horcas caudinas del Congreso a costa de sus patentes responsabilidades personales y políticas en el desarrollo del frondoso árbol de la corrupción en su partido y al mismo tiempo hace oídos sordos al clamor que pregona que su tiempo, prórroga incluida, ha caducado con creces? Sólo hay una explicación: su confianza en el pacto tácito que mantiene con Pablo Iglesias para forzar unas nuevas elecciones, precedidas de una campaña que aplace sine die la renovación del PP, impulse la polarización artificial de las dos Españas y le permita recuperar -a saber si no ocurriría lo contrario- parte del voto trasfundido a Ciudadanos.

Sólo desde ese punto de vista puede establecerse la relación causa-efecto entre la atrabiliaria rueda de prensa del líder de Podemos y la negativa "sin renunciar a nada" de Rajoy: cada vez que Iglesias ejecuta, con bebé o sin bebé, con rastas o sin rastas, con general antimilitarista o sin general antimilitarista, el "salto de la rana", el veterano y adusto lidiador cree que se revaloriza la sobriedad de su toreo. Más vale estólido estafermo conocido que audaz saltimbanqui por conocer.

Es el perro del hortelano que ni come ni deja comer y ni siquiera Aznar ha logrado por ahora sacarle del recinto. Refugiado tras el burladero -nunca mejor nombrado- con su cuadrilla de mediocres pinchauvas, Rajoy contempla con deleite cómo le ha sustituido en el ruedo un joven sobresaliente que llega tan pletórico de bríos como ayuno de posibilidades de sobrevivir a lo que se le viene encima. Pedro Sánchez es cómo El Cordobés de "O llevarás luto por mí" pero sin la primera parte de la disyuntiva.

La puerta grande de la Moncloa, la gloria, el poder, es para él una quimera tan febrilmente deseada como imposible de alcanzar, pues la espantada del titular le obliga a lidiar, uno tras otro, a seis morlacos que saldrán de los chiqueros con tanto peligro como trapío. El primero, un cárdeno jarameño de instintos asesinos, embestirá por un cuerno con las pretensiones programáticas de Podemos y por el otro con las aspiraciones personales de Iglesias, Errejón y compañía.

Rajoy contempla con deleite cómo le ha sustituido en el ruedo un joven sobresaliente que llega tan pletórico de bríos como ayuno de posibilidades de sobrevivir

El segundo, un barcino obsesivo de testuz roja, derrotará hacia estribor con el referéndum catalán que exigen las confluencias. El tercero, un cuatreño saltarín y amosquilado, hociqueará por donde menos se espere cuando los 390.000 inscritos en Podemos deban ratificar el eventual pacto. El cuarto, un berrendo resabiado, se llevará su tributo de sangre y arena en forma de concesiones al PNV.

El quinto, un zaino torvo y bocinero, acudirá al bulto de cuanto parezca español a cambio de la abstención de Esquerra o Convergencia. Y si Sánchez sobrevive a todo eso aun le quedará el sexto, un miura cutral y salinero, cargado de las malas intenciones de los compañeros de partido que le estarán esperando en el siguiente Comité Federal. Más que a la enfermería, de ahí sólo se puede salir al cementerio.

O sea que si no le matan Iglesias y Errejón, le matarán Colau y Oltra; y si no le matan las bases podemitas, le matará Urkullu; y si no le matan Homs y Rufián -valga la redundancia-, le matará Susana Díaz asistida por los barones. Sólo podría salvarle el capote atento de Albert Rivera, saliendo una y otra vez al quite, ¿pero por qué iba a hacerlo si Pedro Sánchez ni siquiera se ha dado cuenta, pese a que Felipe González le ha mostrado el camino al propugnar "un gobierno progresista y reformista", de que la única suma que debería importarle son los 130 escaños que podría reunir con Ciudadanos y le permitirían negociar desde la superioridad con un PP sin Rajoy?

El problema es que, así como esta tarde -ya de noche para nosotros- cuando José Tomás haga el paseíllo en el gran coso de la capital mexicana, abarrotado hasta los topes, imperará la sensación de que se vivirá un gran acontecimiento, en la política española no existe hoy una figura carismática que galvanice los espíritus. Hay varios liderazgos emergentes pero ninguno aun consolidado como en tiempos de González, Aznar o el propio Zapatero. Por eso el rey Felipe sabía lo que se hacía cuando felicitó el Año Nuevo a varios amigos con un mensaje de móvil en el que se representaba a sí mismo con la imagen de un torero arrodillado en la arena, recibiendo a puerta gayola. Pero, claro, a él lo único que le corresponde es abrir plaza. Pasado mañana volverá a intentarlo.