De vez en cuando aparecen profesores preocupados por la deriva fascista de sus alumnos, que no sólo son fascistas, sino también machistas, homófobos, racistas y, en resumidas cuentas, tocapelotas de los tales profesores. Al menos algo se mantiene inmutable, el tocapelotismo al profesor.

Esos profesores se ven a sí mismos como antifascistas (¡antifascistas de sus propios alumnos!) y no se dan cuenta de que ellos son allí el orden, el poder. O, por decirlo mejor, los curas. Ellos son los curas del momento. Pero, en vez de tomárselo con deportividad, cargan contra sus pobres alumnos. Lo que hace la fe.

Una amiga profesora de instituto me cuenta cómo los alumnos sabotean los carteles con las prédicas que se llevan ahora. Algunos incluso canturrean el Cara al sol como en mis tiempos se canturreaba Me pica un huevo. La cuestión, entonces y ahora, era epatar.

Y los cabrones lo consiguen. Vaya si lo consiguen, que dejan un reguero de profesores quejándose en Twitter.

La cuestión está en si se les hace caso a los contenidos o a los gestos. Cuando un contenido, por noble que sea, se apelmaza y se convierte en empanada con la que aplastar, el gesto que trata de sacudírselo es por encima de todo liberador.

Yo, con los niños y los adolescentes, incluso con los jóvenes, me quedaría en primer lugar con el gesto. Hay que tratar de educar, naturalmente, pero encauzando y volviendo constructivo ese arranque de rebeldía. No ahogándolo.

En todo no hay un atisbo de liberación. Sea cual sea el sí. Y si el sí de hoy es el que es, el no sólo podía ser el que es también.

La rebeldía es prometedora porque esos mismos niños fascistas de hoy (como aquel niño de derechas de Umbral) se rebelarán cuando el fascismo sea la plasta imperante. Cuando a sus profesores de ahora les sucedan los profesores de siempre, algo que no está descartado que vaya a suceder.

Banalizar el fascismo, por cierto, no es lo que yo he estado haciendo en esta columna, sino lo que vienen haciendo quienes acusan de fascistas a todo aquel que les tosa. Quienes han pervertido y malversado el término para utilizarlo baratamente en sus miserables y cortoplacistas estrategias de poder.

Al fin y al cabo, ya lo he dicho otras veces, nuestros autoproclamados antifascistas son tan acaloradamente antifascistas... ¡contra una democracia!

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