"Moral de victoria", dijo Narciso, miró a Redondo, fuese y no hubo nada. Uno piensa en moral de victoria y se imagina, no sé, a Charlton Heston de Vivar con la sonrisa y la Tizona desaforada y haciendo pinchitos sarracenos o de los otros.

Pero la moral de victoria, aquí y ahora, es un Sánchez desaparecido entre las nieblas del miedo y el pobre Illa, descompuesto y con las gafas empañadas por el aliento de unos expertos que son el misterio de la sangre licuada de San Pantaleón o la Virgen que Pitita veía entre las ramas de El Escorial.

La foto de hoy, no obstante, se la damos a Simón, ídolo pop de una generación que no conoció Barrio Sésamo pero sí conoce Tik Tok y se hace camisetas con el coordinador de Emergencias Sanitarias, ex voluntario en el África negra y todo un ejemplo de abnegación.

Simón comparece entre el monólogo y el helio, el del globo y el genético, para decir que lo peor del cine es el pre-cine y el post-cine; acaso como en una refutación a Garci o a todos aquellos que encontrábamos placer en vermutear por Leganitos antes de entrar al Palacio de la Prensa, al Rialto, al Renoir a ver algo de arte y ensayo.

Simón es un animal televisivo, que se ve bien en su papel de hombre del tiempo -de los muertos- que siempre falla, pero todo se le perdona porque su vestuario, en invierno o en verano, nos mueve a una ternura infinita.

Simón pasa por ser el sanchismo funcionarial que estaba en las instituciones antes de que el propio Sánchez naciera, pero Redondo lo encontró para el relato y lo convirtió en ese fenómeno televisivo que es hoy; un mix entre el Risitas y el doctor Beltrán, entre virus, tumbas y una sociología de baratillo para cerrarnos los ambigús, los cines, los bares y matarnos en vida.

El simonismo, ya digo, es la variante tierna del sanchismo como los espárragos de Tudela lo son de los espárragos salvajes. Un tipo que hubiera dimitido -aun con indemnización- en otra España y en otro tiempo, aquí sigue compadreando con periodistas de la cuerda y pensando en qué tipo de humor hace falta para la próxima peste.

Lo peor de Simón no es su concepción distorcionadilla de curvas y contracurvas, ni su anticipación proverbial a los tsunamis en España y en Portugal. Lo peor es que el cucogamarrismo y el podemismo de esta España en cogobernanza lo asumen ya como un Arguiñano que confina y al que poco hay que discutir: porque habla con humo y en humo te convertirás.

Simón nos prohíbe el cine, pero no por el cine en sí, que en España está bien subvencionado para la misma película y con los mismos muertos desde que existe el ICO. Simón lo que nos prohíbe es la socialización y el copeteo de después donde la España de domingo pone verde al Gobierno.

El cine de Simón es un cine confinado, muy de Gracita Morales y mesa camilla mientras por los ventanales pasa el toque de queda, el silencio, el invierno y la primavera y los cérvidos que bajarán de Galapagar a Moncloa-Argüelles por una carretera de La Coruña sin pescado gallego/maragato.

La moral de Simón no es de victoria. Pero su torpe aliño indumentario y el respaldo de la audiencia son la metáfora perfecta de esta España sin sesión de tarde.