Faluya. Bombas. Polvo. Las heridas en la pierna de Karim, el sarga de su hermano que me quedé yo el día que bajaron el petate y Farid quiso homenajearme con lo que hay, para un legionario, menos sagrado del Cristo de la Buena Muerte.

Ahí andan guardados, en los armarios más profundos de mi conciencia, todos esos Jueves legionarios a los que me he ido agarrando como un guerrero, con los espíritus del Bushido, en los días más duros del confinamiento.

Cien años de la Legión son cien años de Historia. Y los historiadores aficionados hemos aprendido a ver las cosas con perspectiva mientras la leche de pantera que daba valor y vigor a los lejías ya ni lleva pólvora ni nos pone a disposición de comernos a bocados lo que fue el Protectorado y que hoy es, no nos engañemos, la Marbella del Rey de Marruecos.

Todo el mundo recuerda la primera vez que vio por primera vez unas barbas legionarias, allá, por la infancia malagueña. En un momento en que nos quedan pocos símbolos, los cien años de la Legión son para celebrar. 

Hay que saber poner las cosas en su contexto y ponderar a una de las mejores infanterías que en el mundo son.

Ahí queda su labor de paz, su carnero, su misión de desinfección jugándose la vida contra el virus como antes se la jugaron con los bombazos del AK-47. También son héroes y en cien años han sabido retunearse al calor de la OTAN y con el apoyo entusiasta de Margarita Robles, que ya es mucho en ese carajal que se dice Gobierno de España.

La Legión somos todos. En La Castellana o en Calle Larios son, junto a los Reyes Magos, lo único digno que desfila y que pone en pie a los españoles que aún quedan y que no se llevó la pandemia.

Ahí están los legionarios con su mitología, su sacrificio y su 12-O que no será. Velando ese trozo de mar y agua que hay entre Canfranc y Melilla, entre Ceuta y Viator.

La Legión nos ata los pies a la tierra. Supera el eslogan de las dos Españas y son ellos también, a su modo bravo, esos ángeles custodios que velan por esta Constitución que quieren tirar abajo.