Si Rajoy me recordaba a Luis XVI, Sánchez me hace evocar a María Antonieta, dicho sea en puros términos de psicología del poder. Y no empecemos con lo de salvar distancias, que esta publicación es para gente rápida. Al “buen padre” del pueblo nada le alteraba; quienes vieran en ello un portentoso autocontrol se equivocarían. Se trataba de un bloqueo congénito, una falta fatal de capacidad de reacción, resultado de una naturaleza bonachona que no lograba tomar decisiones, dudando, vacilando en

la pasividad más exasperante mientras los acontecimientos se precipitaban.

El desgraciado Borbón repetía como un reloj las mismas rutinas, de la caza mañanera al desierto lecho, y ni las más apremiantes amenazas, que exigían resolución y acción inmediata, lograban arrancarlo de la paralizante flema, de la mandanga. Nada resuelve mientras se acerca a Versalles el “ejército de las ocho mil Judits”; tras la toma de la Bastilla no expresa nada, siquiera un lamento público por el gobernador decapitado; se duerme como un tronco al llegar forzado a las Tullerías, entre los muebles desvencijados, el polvo de décadas y el frío de las ventanas rotas; no pierde el

apetito ni en la casa de Varennes donde le localizan tras su fuga, ni en su largo y penoso regreso a París.

El 14 de julio de 1789, tras ser informado de la situación en la capital, se desentiende, se acuesta a las diez y duerme... hasta que le despierta el duque de Lianncourt. Como Rajoy, Luis XVI permanecía al margen de la prensa y los libelos mientras sus falsos amigos socavaban a través de aquellos el sistema sin ningún apego a la verdad. Pero no forcemos las comparaciones. En la consideración de los respectivos caracteres por parte de sus contemporáneos gana Rajoy, pues mientras las carencias de Luis eran de todos conocidas, los atranques del presidente gallego solían interpretarlos los afines como magistral “dominio de los tiempos”. Un dominio que consistía en dejar que el transcurrir de las cosas hiciera su trabajo sin molestarle. De las bondades de este supuesto don dan fe los sucesos del 31 de mayo y 1 de junio de 2018: moción de censura, o castillo interior.

María Antonieta sí mandaba, ¡y cómo! Sin la menor formación para tal menester, nombraba ministros porque le caían simpáticos o venían recomendados por un círculo de amigos tan incapacitados como ella para entender la cosa pública, aunque bien conscientes —sobre todo la Polignac— de los infinitos réditos, prebendas, cargos y regalías que es capaz de entregar a los menos indicados alguien absolutamente superficial e irresponsable cuando ostenta el poder. Con los años y los infortunios acabó madurando la frívola hija de María Teresa de Austria. Siguió decidiendo por sí, pero sin disfrutar ya de los privilegios de su condición, y tan ignorante como siempre acerca de la complejidad del Estado. En la etapa final, la más difícil, trabajó y conspiró sin descanso en estrategias invariablemente contradictorias.

A diferencia de lo que ocurre con Sánchez, su sucesor psicológico en superficialidad política, en ostentación de poder, en contradicciones y en prodigalidad con sus amigos, la prensa la detestaba. Y si Rajoy vio inmerecidamente reconocido aquel vaporoso don del manejo de los tiempos, que a su paralelo Luis fue negado, la diferencia entre Sánchez y María Antonieta es que al primero le presuponen los creadores de opinión, contra toda evidencia empírica, las mejores intenciones. Por otra parte, el rey estimaba bastante más a la reina que esta a él. Otro paralelismo.