En Cataluña hay una señora llamada Elisenda Paluzie que se permite referirse de manera despectiva a una periodista cuyas preguntas no le gustan como "esa española morena". En esta ocasión la delata un micrófono inoportunamente abierto, pero cuántas veces se permitirá cosas semejantes, y peores, sin que nadie le pare los pies. En Cataluña, también, a la alcaldesa Ada Colau, que tanto y tan cándidamente ha contemporizado con las medias verdades y las mentiras y medias del independentismo, le gritan "zorra" y "puta" por el solo delito de no avenirse, previa consulta con sus bases, a prestar el preceptivo apoyo al asalto a su consistorio de las enfervorizadas huestes secesionistas.

En el resto de España hay gente con cargo público, o con influencia en la gobernación de su ciudad o comunidad, que se ocupa en derribar bustos de Abderramán III, se refiere al acto del aborto como usar alegremente un chupón o reivindica sin rubor la figura de un general ensoberbecido que despojó por cuatro décadas al pueblo de su legítima soberanía. Son síntomas penosos, de un tiempo triste en el que cada vez quedan menos dudas de que por doquier se impone la agenda de los malos.

De quienes no entienden la complejidad del mundo. De quienes, por encima de todo, desean impedir cualquier forma de transacción que reconduzca por la senda de la razón las diferencias, previa renuncia a avasallar y ningunear al prójimo con la propia visión, la propia querencia, el propio designio, la propia paranoia.

Advierte una antigua redondilla castellana que ganan los malos cuando son más que los buenos, pero existe también la posibilidad de que los malos ganen, aun cuando su número sea inferior. Basta con que los demás se distraigan o se obcequen lo suficiente para que sus maniobras corrosivas tengan éxito. 

A estas alturas es más que evidente que los devastadores espasmos que el independentismo supremacista ha desatado sobre la sociedad catalana se han visto favorecidos por cegueras, negligencias y torpezas varias de quienes no comparten su ideal ni sus pretensiones. Y el actual peso decisivo del más rancio y retrógrado patrioterismo español resulta imposible de entender sin la alegre asistencia de quienes se han presentado una y otra vez al electorado como representantes de una derecha europea y hasta ilustrada y cosmopolita, para, a la hora de la verdad, que es la de los pactos de gobierno, arrojarse en brazos de quienes representan todo lo contrario, sólo por pillar unos sillones, paliar una derrota electoral o encubrir el fracaso de un sorpasso que no fue tal y que evidencia una estrategia errónea y fallida.

Si unos y otros no espabilan, si no anteponen los derechos y libertades de los ciudadanos y la defensa del interés general y la patria de todos a sus desastrosas tácticas de corto vuelo, los malos continuarán apuntándose tantos y ganando batallas.