La ceremonia de la primavera era la misma cada año. A la primera tarde larga llegaba como si alguien me hubiera avisado para presenciar mi parto. Corríamos por las callejuelas de la Judería hacia el río mientras se escuchaban los cánticos de las parteras. Si Díaz Yanes lo hubiera filmado, existiría la secuencia en la que nos hacíamos hombres al pisar el Potro, jadeando como galgos desinflados. Desde el Puente Romano tiraba escupitajos a los patos o, merodeando la veintena, besos a las chavalitas de los pueblos, que revoloteaban por Córdoba matriculadas en la licenciatura decente que quisieron sus padres, hombres duros que pensaban que Bellas artes era un piropo. Las cobras de Araseli proyectaban la mueca del paisaje: nunca se puede besar a un atardecer sobre el Guadalquivir.

Volvía a nacer cada año a la vez que Córdoba despertaba del invierno, el fenómeno que observé invirtiendo la mayoría de horas de mi adolescencia. Subido a los naúticos, adicto a la Giorgi, con la camisa por dentro, era un señor en miniatura dedicado a la contemplación del entretiempo.

Mis padres sostenían esta producción carísima: quería ser como los extras que aparecen en Vacaciones en Roma. Sólo me preocupaba divisar los primeros tobillos al aire, detectar fragancias a las puertas del Círculo o enamorarme fugaz y perdidamente de las morenas que sostenían las esquinas de nuestra juventud. Las previas contenían finales redondos y la primavera lo era, sobre todo su inicio. No había nada más sublime que divagar sobre la espera y por eso toreaba tanto de salón e invitaba al cine casi todos los fines de semana; bastaba a veces con ser consciente de que algunos momentos no volverían.

Fuimos los últimos a los que la Universidad trató como adultos. La organización era perfecta: la ciudad se encargaba de rellenar el hueco tremendo que había entre exámenes, de febrero a junio. El carrusel de borracheras lo abría el baratillo, la vuelta de reconocimiento al calendario festivo por el que surfean los pobres cordobeses, obligados por un bando municipal a tomar las calles: rodea el vaso.

A la feria llegábamos desperdigados, bebiéndonos una botella diaria que potábamos a los pies del rumano encargado de poner a navegar el barco vikingo. Por las casetas siempre había un rumor de pelea o polvo clandestino, aparcadas las formalidades en las Tendillas. Traía las dos cosas la camarera de Barcelona que se obsesionó conmigo, una de las primeras escaramuzas del procès contra la legalidad.

La policía interpretó mis orejas rojas como una señal de auxilio. “Señor agente, ojalá todos los problemas tuvieran las mismas piernas”, le dije a ese padremío de patillas milimétricas. Bajando Serrano creí escuchar esta mañana el tam tam lejano de los naranjos. Un espejismo: la Puerta de Alcalá no es la portada del Arenal. Nunca superaré el destello de Córdoba en primavera.