Lo escribió Ramón Sampedro en uno de sus poemas: “(…) Tu mirada y mi mirada / como un eco repitiendo, sin palabras / ‘más adentro, más adentro’, / hasta el más allá del todo / por la sangre y por los huesos. / Pero me despierto siempre, / y siempre quiero estar muerto / para seguir con mi boca / enredada en tus cabellos”. Mucho después, Amenábar recogió sus escritos y con ellos vertebró Mar adentro: yo tenía quince años y la película se me enganchó al pecho al final de aquel verano raro, aquel verano de los descubrimientos.

Estos días he sentido algo parecido leyendo la historia de Ángel y María José, un caso que nos apela por todas partes y que plantea insistentemente algunas de las grandes preguntas de la filosofía: ¿qué es un ser humano?, ¿en qué consiste estar vivo?, ¿qué es una elección?, ¿cómo se pone en práctica la libertad?, ¿necesitamos de los demás para ser libres?, ¿a quién pertenece mi vida?, ¿qué es el amor: qué límites tiene?, ¿puede, debe la sociedad juzgar los pactos íntimos: lo que yo quiero que tú hagas conmigo, lo que tú quieres que yo haga contigo?, ¿qué hay después de la muerte?, ¿nos mira dios, existe dios, sirve de algo dios, nos molesta dios, nos acobarda dios, es dios una tiranía o los tiranos son los que se apropian de su nombre?, ¿por qué la vida es mejor que la muerte?

Seré breve: no sólo creo profundamente en el derecho a marcharse, lo exijo. No voy a repetir consignas manoseadas. Defiendo la eutanasia. Siento que negarse a regularla es tener vocación de torturador. Pienso que es indigno que nos obliguen a vivir, que nos fuercen a aguantar, que nos lleven a rastras por los días y las noches, por las papillas y las sillas de ruedas, por los pañales y los gritos guturales, por las parálisis y los gestos coléricos, por el autodesprecio, por la culpa, por el aburrimiento, por la agonía, por la desesperación. El conservadurismo tiene un plan y te lo pinta con luz divina: coger del cuello al enfermo, hacer que se trague su dolor y lo mastique, pedirle que sonría y quiera más. 

Si dios era amor, como recuerdan los feligreses, digo yo que sabrá de los discos de música clásica que Ángel le ponía a María José. Sabrá de cómo le leía en voz alta. Sabrá dios, supongo, que amar es comprar salmón y verduras, preparar purés, recogerlos con cuidado en la cuchara y acercarla a una boca temblorosa. Limpiar los restos en las comisuras, como a los niños pequeños. Mantener un respeto horizontal. Huir de la lástima. Yo creo que dios, si de verdad es amor, sabrá lo que es dejar de ir al teatro, aumentar la morfina, pedir la jubilación anticipada, volverse ermitaño, sentarse frente a alguien y ver cómo transcurren los días hasta que pasan treinta años. 

Dios tiene que saber lo que es ir perdiendo las palabras y crear un idioma nuevo, un lenguaje revolucionario con la persona amada. Conocer con certeza sus dolores y sus deseos; intuir lo que aún le hace gracia. Dejar de extrañar los viejos tiempos: sólo hay estos. Adquirir concepción de equipo. Dios sabrá lo que es perder la identidad, lo que es volcarse en la entrega, lo que es confundirse con el otro, como en ese boceto de El beso de Munch. Sabrá dios lo que es no reprochar, lo que es apretar una mano, lo que es cuidar hasta el final, con toda la hermosura, con toda la miseria. Dios entiende, yo creo que lo entiende, que el amor es respetar el derecho del otro a marcharse. De nuestra vida o de la vida, en general. 

Ahora sólo falta que lo entiendan sus traidores en la tierra.