Desde que vivo en Madrid habré ido al Bernabéu cinco o seis veces dispuesto a todo por redimir mi espíritu de provincias. El estadio es el escenario televisivo donde ocurren las cosas por las que golpeé alguna mesa o me fui a la cama rabioso. En vivo, me enfado muy poco porque estoy pendiente del paisaje, de las conversaciones de los jugadores en ese periodo entre guerras que se produce al pasar la pelota al otro campo, en el público, en las solitarias reacciones del portero y en Isco.

Hay algo hipnótico en el futbolista andaluz además de su culo. Como uno de esos perros modificados genéticamente para ser bonitos a los que no se les puede pedir el esfuerzo de respirar, Isco, con el centro de gravedad bajo y las piernas estrujadas, está diseñado para hacerle match al balón, llevarlo cosido a las botas, sentar dos o tres rivales girando la sintura. La muchedumbre pide carreras hasta el córner mientras Isco caracolea áreas buscando el tesorillo en un mapa que sólo tiene él. ¡Si incluso le cuesta avanzar sobre el asfalto, camino del coche! 

Por eso los enfados. Y por eso se encara con la grada: el tipo que increpa a lo lejos es el espejo de la frustración propia. No hay peor drama que un hombre talentoso obligado a aprovechar oportunidades, nadar a contracorriente, salir en busca de esa cosa tan hortera llamada redención. La culpa cristiana es la cumbre de las ficciones y a Isco, encadenado a sus sensaciones, se le intenta encajar a golpes en un molde demasiado estrecho; seguir el carril es lo menos interesante de estar vivo. A mí me fascina ser espectador de la espiral negativa que consume a los Iscos del mundo cuando tratan de arreglar el mundo caminando en sentido contrario a la inspiración. Las pérdidas de balones, los tiros al limbo, las salidas de tono también, son coletazos de lucidez. A veces cortacircuita lo sublime y estos héroes fuera de tiempo, inexplicables para los mass media, se vuelven funestos como un trueno. 

Los insultos a Isco son el último legado del monstruoso Cristiano, el hombre que enterró a la institución en títulos y goles obsesionado con el esfuerzo. Parecía mentira que existiese un tipo así. Por fin se marchó ese Atila de las competiciones y nos quedan otros jugadores, este jugador, con el que completar unos años pendientes de los detalles. El gol es perfecto por cómo se anticipa. Y la previa de toda rete es la decantación de Isco.

Isco camina por el campo en cinta transportadora. Su trote no tiene velocidad pero tampoco interferencias. Mucho menos es elegante: barroco y sintonizado con esa cultura jonda de gente marcada desde el nacimiento. Lo enfocan las cámaras y se le ve sudoroso, agotado, jadeante, enrojecido por el esfuerzo de sujetarse. Luego, levanta la cabeza, eleva los hombros, gira, olfatea. La gente, como en Las Ventas —el Madrid simétrico—, se impacienta. Pocas finales valen tanto como la incomprensión de un estadio abarrotado.