Pablo Iglesias descubrió hace una semana la farsa de la palabrería cursi con la que ha abonado la política nacional durante estos años. Con los resultados calientes de las elecciones andaluzas ya no existían los intensos lemas utilizados a diario para bombardear conciencias adolescentes. “La sonrisa del país” dio paso a la “alerta antifascista” y el talante de velatorio: la sobreactuación era lo de antes, cuando garabateaba corazones en la cara de Garzón, pasmado, picado, contemporáneo pero obsoleto, un pasmarote televisivo a su lado.

El tono utilizado fue ridículo, la verdad, pero el enfado tenía trazas genuinas. La reacción que provocó hace no tanto su ascensión hasta el Congreso ya no la tiene detrás sino delante, ocupando el hueco que él encontró disolviendo a la casta, hablando de democracias, instituciones y zarandeando los derechos de la pobre Gente, perdida en las tinieblas hasta que llegó él. Ahora, utilizando sus mismas armas dialécticas –qué transversal ha resultado ser “el cambio”– le han robado el espacio que creía sólo suyo, enfermo de narcisismo.

En un último intento de defender su posición, ha invocado a la rabia, como si el hartazgo le orbitara alrededor de la coleta, sin caer en la cuenta de que ya era un poco tarde. Se le desprende. Tiene vida propia. El Frankenstein compuesto de enfados vota también a la derecha. Para ocultar la flagrante debilidad ha derrochado caudillismo. Un poco forzado, queda poco de esa antigua conexión con las huestes callejeras: es raro acamparse a las órdenes de un político con chalé. Vuelcan contenedores sin la pasión del principio. Llegó la rutina.

Todo esto ha ocurrido durante la semana del 40º aniversario de la Constitución. El momento no ha acompañado a Iglesias, que ha sufrido la rebelión de su monstruo cuando mejor acicalado estaba el sistema con sus dos reyes, la princesa, los expresidentes, la bandera, el himno y sus detractores, entre ellos él, dándole vigor. El líder de Podemos participa de lo que pretende destruir, tan formal en su escaño, domesticado, asimilado ya en el paisaje del Estado y su boato. Roto el hechizo, el contraste es exageradísimo y al lado del denostado establishment, parece un monstruo abisal sin las caretas del amor. 

Iglesias vio pasar la vieja Transición por delante, rejuvenecida por el acoso al que la ha sometido desde su aterrizaje en el mainstream. Traía el paso venenoso de las milfs y un mensaje entre las piernas: es más moderno el consenso que cumple cuatro décadas que la trinchera cavada ahora porque las elecciones no quedaron a su gusto.