Las abuelas dicen que los niños crecen de noche, mientras duermen. Que se les alargan las piernas si nadie les mira. Yo digo que en este oficio uno envejece por las tardes, a espaldas de los lectores. Soplamos varios años cuando la jornada va menguando y uno resiste aferrado al teclado, escribiendo otro artículo que tampoco cambiará el mundo, pero que sueña con explicarlo. Las letras vienen cargadas de canas. De vinagres, de colmillo. Escribimos porque la vida no es perfecta, sino más bien inhóspita, y sabemos que, aunque la inocencia la perdimos hace siglos, no podemos prescindir del interés. Cuando él caiga, estaremos muertos.

Esta semana -tan mordisqueable periodísticamente- sucedió algo diminuto y hermoso que me noqueó frente al ordenador. Me sacudió el ojo cítrico, me reinsertó en la ternura y me quitó veinte años de encima. Sánchez nombró ministro a Pedro Duque, y en medio del guirigay, la expectación y la alegría, las primeras palabras del hombre fueron cuatro: “Ojalá estuviera mi madre”. Lo dijo hondo, sencillo y suficiente. Me fumé un cigarro como de postoperatorio y pensé en esa confesión, en ese deseo tan núbil lanzado al aire. Ahora, más que nunca -en esta era salvaje en la que todos nos creemos jueces, amén de viperinos militantes- cuánto necesitamos volver a la mirada de la madre: desprovista de reproches, limpia de puro amor, feliz sólo porque estemos sanos y comamos con apetito.

Hubo un tiempo en el que nuestros triunfos no existían hasta que ellas no los miraban. Me recuerdo buscando los ojos de la mía entre las gradas de un baile de fin de curso o antes de dar una voltereta en la piscina. Mira, mamá. Me recuerdo escribiendo cuentos chunguísimos pero diseñados vilmente para conseguir su aprobación, para convencerla de que no estaba equivocada, de que yo podía ser buena. Quería decirle de algún modo que no estaba malgastando su fe. Todo era absurdo y nada era real antes de ella.

Mi madre fue mi primera lectora, la más parcial y misericordiosa. Qué paz saber que hay alguien que siempre va a estar en tu equipo, a pesar de las derrotas. Cuando empecé a trabajar en El Mundo Madrid, se frustraba por vivir en Málaga y no poder leer mis páginas. Una vez entré en su oficina y vi que había impreso todos mis artículos, y que había subrayado con devoción hasta mis giros más torpes. Años antes me vine a estudiar a la capital y ella temía por mi cuajaera mezclada con las normas de circulación: “A esta niña, con lo despistada que está, se la va a llevar por delante un coche, tú verás, si es que no mira cuando cruza”. Dormía mal. Nos llamábamos a todas horas, como novias lejanas. Y cuando volvía un fin de semana a casa, me acojonaba al sentir en mitad de la noche a alguien a mi lado en la cama, estrechándome con apego viejo. “Hija, es que ya nunca te tengo”.

Nuestras madres exageraron, y a veces mintieron para protegernos de la vida. Nos dijeron que valíamos, que todo iba a salir bien, que podíamos ser dignos y hermosos sin ser perfectos, y un día las abandonamos y salimos a explorar un mundo lleno de envidias y sospechas donde fuimos auscultados con malicia, donde nos juzgaron sólo por nuestros errores y desearon vernos caer. Cuando despeñamos, celebraron la sangre, como en la fiesta de toros. Hasta aquí hemos llegado, medio heridos y escépticos, más agudos y agrios, y nos es imposible volver al cuarto de las témperas y el chocolate, de los besos y las fiebres.

Ahora nos ponemos el termómetro a nosotros mismos, y claro que somos más fuertes, y claro que estamos más solos. Pero de vez en cuando salta el resorte y marcamos un teléfono, físico o mental: “¿Mamá?”. Como una súplica. Como lanzar un guiño de victoria o una mueca de angustia a la más fiel de nuestras gradas. La sola idea de tanto amor incomoda. Es una deuda que ni la muerte salda. Pienso en el poema de Erri de Luca, A mia madre. Pienso en Pedro Duque, que es grande y querido y conoce el universo, pero aún se acuerda -lo primero- de los ojos que le faltan. Felicidades, ministro. Le deseo buenos tiempos y guardar bajo llave esa candidez tan antigua: ojalá pudiéramos vivir siempre como si mamá nos mirara.