Paul Johnson decidió reservarse una columna al mes para certificar que el mundo seguía siendo un lugar maravilloso. La autoimposición de una cuota de alegría es una gentileza con el lector y también un ejercicio de realismo. El periodismo es un oficio de agoreros y quizás así deba ser, pero conviene no perder la perspectiva. Las columnas de cada día conforman un mosaico deprimente y basta visitar la excelente sección Prodigios de este periódico para comprobar que la vida triunfa de forma inexorable. Johnson es consciente de que cada mes prescribe a sus lectores una dosis excesiva de pesimismo y la rebaja con un poco de felicidad.

Quizás lo más honesto sea que nos reservemos también alguna columna para confesar nuestra perplejidad. El lector ya sabe que el columnista ignora muchas más cosas de las que sabe. La cuota de perplejidad serviría sólo para hacerle saber que el columnista también es consciente de su propia ignorancia. Una cuestión no menor, que diría nuestro presidente en funciones.

Desde el pasado 26 de junio vivo en un permanente estado de perplejidad política. Hay bastantes razones para el asombro y la más estupefaciente es la estrategia del secretario general del PSOE, Pedro Sánchez. No le encuentro ninguna explicación a nada de lo que Sánchez ha hecho desde entonces. Cada día lo intento y cada día fracaso.

Ya el 20 de diciembre, que alumbró la fugaz XI legislatura, el PSOE era el único partido que no podía exhibir un sólo consuelo para su derrota. Lo previsible era que Sánchez se inmolase facilitando un gobierno del PP con Ciudadanos y dejase paso a un nuevo liderazgo que refundara su partido antes de que fuera demasiado tarde. Prefirió transitar el camino arriesgado. Su acuerdo con Ciudadanos era razonable y a nadie se le puede reprochar la valentía, siempre que no tenga vocación suicida. Pedro Sánchez obtuvo en dos elecciones consecutivas el peor resultado de la historia del PSOE. Lo que el 20-D era la opción más evidente, el 26-J se convirtió en la única.

A Sánchez le encomedaron la complicada tarea de restaurar un partido centenario y hegemónico al que una combinación de crisis y Zapatero había dejado hecho unos zorros. La historia de doña Cecilia y el Ecce Homo de Borja, ya convertida en musical, nos ha enseñado que la restauración no siempre ofrece los resultados deseados, que las buenas intenciones no garantizan el esplendor y una lección todavía más valiosa: hay que saber parar a tiempo.