Al Viejo se le licúa el cerebro. Su tipo de demencia tiene un nombre lo suficientemente exótico lo suficientemente poco frecuente como para que cuando lo menciono en cualquier consulta médica, todos los profesionales me imploren que consigamos un estudio genético. No se investiga, no hay tratamiento concreto y lo mejor que te puede pasar si la padeces o la tienes cerca, es que la muerte haga acto de presencia cuanto antes, cosa que desgraciadamente, al Viejo no le pasa.

El Viejo lleva años en la primera planta de la residencia en la que vive. Ahí trasladan a los enfermos mentales conforme se les derriten las neuronas. Así no se dispersan por las zonas comunes y los tienen protegidos, arropados por el soniquete quejicoso de los que ya no tienen muchas luces y repiten monosílabos durante horas mientras los regueritos de baba mojan el babero que les llega hasta las rodillas.

Se me había olvidado comentarles que El Viejo lleva pañales desde hace años. Más de siete años, creo recordar, con las tragedias cuesta mucho ser exacta; siempre se hacen eternas. El Viejo anda muy encorvado y las manos se le han quedado agarrotadas; los dedos se retuercen y emergen de sus puños sin ningún orden ni sentido. Cortarle las uñas es toda una odisea. En la boca apenas le quedan un par de dientes y alguna muela. La piel cerúlea que transparenta las venas se le descama por mucha crema que le untes. Y con suerte, a veces cuando te ve, cree ver a la mujer de la que se divorció hace más de veinte años y de la que, aunque ni él mismo quiera, parece que siguiera enamorado.

El Viejo trabajó toda su vida. Cincuenta y un años, para ser exactos. Su pensión paga dos terceras partes de lo que cuesta la residencia en la que vive cuyo coste es el doble del alquiler del piso de cualquiera de sus dos hijas, ambas con familia incluida. El Viejo es fuerte como un oso. Hubiera venido mucho mejor que hubiera destrozado ese cuerpazo de Madelman que tenía  con todo el repertorio de licores, tabacos y grasas con los que convive cualquiera. Pero al cabrón le dio por comer bien y hacer ejercicio, concienciado irremediablemente por una mujer que lo cuidó hasta que no pudo más con él. No habrían dado por hecho, espero, que consideraran que El Viejo fuera mínimamente soportable.

Al Viejo lo queríamos tres. Respetarlo todos. Quererlo, tres.

Les cuento cómo es El Viejo para que no les pille de sorpresa. Al viejo de Mariano Rajoy lo cuidamos todos los españoles durante meses, haciendo del mismito Palacio de la Moncloa, la mejor de las residencias para ancianos del país. Los mejores servicios, excelentes cuidadores, gasto de pañales incluido en la factura cuyo coste corrió a cuenta de cada uno de nosotros.

Yo tengo cotizados ya diecisiete años; mi hermana debe de estar por los veinticuatro. Las dos estamos convencidas de que no podremos cobrar pensión, lo malo es El Viejo; él siempre creyó que la recibiría. El medio siglo que se pasó trabajando como un mulo, creyó que la muerte lo sorprendería con su cubo y su caña pescando en cualquier orilla. Jamás se planteó que fuera a desearla con pañales y cayéndosele la baba y mucho menos que el tipo al que todos le pagamos los cuidados de su viejo pudiera jugársela con la pensión del resto. A la mayoría ni los conoce.

Como esto es así y parece que llevarse los votos suficientes le da a usted potestad para poner en riesgo que este otro viejo (el mío) pueda seguir en su residencia; aquí se lo dejo, Mariano. Yo le cuidé al suyo así que, ahora le toca a usted. No lo deje al sol, que le molesta. Se pone a apartar con las manos la claridad, como si no la quisiera. Lo mismo se avergüenza de verse así de mierda…

Límpiele la baba y no lo deje con el pañal sucio demasiado tiempo. Huele.

Y sé de lo que me hablo.