Alguno de los placeres más impactantes que ofrece la vida se refugia entre las palabras. Está ahí: disponible para todo, o casi todo, el mundo. Hallarlo, vivirlo, no resulta difícil: solo hay que decidirse; solo hay que rendirse al gran privilegio -uno de los mayores posibles- de la lectura.

Ha concluido la Feria del Libro de Madrid con un aumento de ventas del 3,5 por ciento, según los organizadores. Teniendo en cuenta que el sector ha disminuido un 40 por ciento en estos últimos siete años, y que el pasado la cita madrileña aumentó su facturación en un 6, tampoco es como para celebrarlo.

Sin embargo, este leve crecimiento significa mucho para un sector tan absolutamente zarandeado por las diversas crisis que han coincidido, hirientes y lacerantes, sobre él en estos últimos y arduos tiempos, hasta dejarlo groggy. Al fin y al cabo, esgrimen los editores, la tendencia continúa, al menos, alcista.

Pero esto, que es cierto, habita junto a sus matices. Y, sobre todo, junto a sus consecuencias. No solamente para las editoriales, los autores o los demás actores -correctores, traductores, ilustradores…- del sector. Las tiene, principalmente, sobre la sociedad en la que se materializa.

Sobre todo si tenemos en cuenta que, en esa sociedad, alrededor del 35 por ciento -algunos estudios elevan este porcentaje al 42- de quienes la forman no lee nunca o casi nunca. ¿Y cómo es un país en el que tantísima gente no lee? ¿Uno en el que cuesta encontrar lectores habituales, especialmente de obras juiciosas y valientes? Pues, literalmente, como el nuestro.

Y cabe preguntarse: si hay cerca de 90.000 novedades editoriales al año, como establece la Agencia del ISBN, ¿quién las lee? Este es uno de los grandes misterios del sector. Javier Rodríguez Marcos ha intentado desentrañarlo en El País y ha concluido algo que, quizá, gran parte del mundo editorial siempre ha sospechado: las leen pocos y, muchos de ellos, las mismas.

Eso explica, también, por qué los editores tienen que convivir con su gran tragedia, la obstinada y perversa devolución, que les obliga a poner a la venta en torno a un 50 por ciento más de lo que deberían para cumplir sus propios objetivos de venta, y lo saben. Y saben también que al menos la mitad de la tirada de muchas de sus decisiones editoriales regresará al mismo lugar del que partió. Al almacén, claro, así como a la cuenta de resultados -esta vez en rojo- y, al final de sus días, a la inmensa y desoladora hoguera de los fracasos editoriales.

Los editores no venden, exactamente, libros: venden cultura, historias extraordinarias, vaivenes emocionales, aprendizajes imperiosos; ofrecen, a quien la precise o la ambicione, la hermosa posibilidad de cultivarse.

Un país que no se cultiva es uno condenado a atormentarse bajo el creciente impulso de la ignorancia. Algo contra lo que los editores luchan denodadamente. Demasiado a menudo, sin la suficiente suerte.