El Maligno acecha en los detalles y la infelicidad en las tonterías. Iba yo una vez con cierto novio mío en un taxi y el taxista nos regañó porque nos estábamos besando en su taxi con cierta desmesura, según él. Creánme o no me crean: no había ni mucho menos para tanto. Eran las diez de la noche. No habíamos comido, bebido ni fumado nada raro. Simplemente hacía dos meses que no nos veíamos. El reencuentro fue emotivo. Y ya está. Ese día aprendí que para algunas personas, nada constituye mayor obscenidad que la contemplación de la alegría ajena.

Al grano: el señor taxista se permitió un comentario no sólo tan grosero, sino, en mi opinión, tan incongruente (insisto: he vivido noches y situaciones bastante más transgresoras que aquella…) que yo me senté tranquilamente a esperar que mi novio le pusiera en su sitio. Para eso están, entre otras cosas, los novios, ¿no?

Cuál no sería mi sorpresa al ver que él no decía esta boca es mía. Hay gente que por tener la fiesta en paz entiende dejar que le aporreen primero una mejilla y después la otra sin menear un músculo. Lo cual será una opción individual muy legítima. Pero, ¿qué pasa cuando el insulto o el ultraje son mínimamente colectivos? ¿Cómo se ponen cuatro, seis, ocho otras mejillas?

Me ha venido todo esto a la cabeza al leer la noticia de que el juzgado de primera instancia número 12 de Barcelona ha desestimado una demanda del Gobierno catalán contra el periodista Federico Jiménez Losantos, al que acusaban de “intromisión ilegítima en el honor del pueblo catalán”. Todo por haber apreciado Losantos una deriva totalitaria en el proceso separatista descaradamente impulsado desde hace años desde las instituciones catalanas, y por haberlo dicho.

Me alegro de que hayan desestimado este delirio de demanda argumentando que los demandantes, se pongan como se pongan, no pueden ni remotamente equipararse con la totalidad del “pueblo catalán”, mucho menos tener la llave colectiva de su honor. Me gusta que el juzgado les recuerde que la parte jamás puede hacerse pasar por el todo. Totalitarismo es justo eso. O intentarlo.

De todos modos yo echo de menos algo más. Algo como lo que eché de menos aquella noche en el taxi con aquel novio cobardón que entonces yo tenía. Ya que estamos hablando de una demanda institucional, sufragada con dineros públicos -las costas del juicio perdido contra Losantos no las pagará la tía de Puigdemont, las pagaremos todos-, ¿desestimar la demanda no debería ser sólo el principio? ¿No les deberían pedir muchas más cuentas por la notoria mala fe con que tratan de convertir mi honor, entre el de muchos otros catalanes, en mercancía electoral, en objeto de política trata de blancas?

Como le dije aquella noche a mi entonces novio: yo no te pido que retes al taxista en duelo, pero hombre, signifícate. Pues eso. Que alguien se signifique. No sea que cualquier día pillen a un juez de primera instancia un poco más despistado o más bobo, como la abadesa que guardaba a doña Inés en su convento hasta que el Tenorio la rapta y en estas llega el padre, el comendador, y la abadesa le pregunta que a dónde va, y se lleva esta réplica tan contundente como exacta: “¡Imbécil! ¡Tras de mi honor, que os roban a vos de aquí!”.