Cuando se publicó mi primera novela, solo se vendieron cuatro ejemplares. Sin quererlo, me había convertido en un autor de culto, de los que deben su éxito al prestigio de su propio fracaso.

Pasado el tiempo, en una de esas conferencias que contratan las diputaciones y a las que -salvo presentador y presentado- nadie asiste, apareció uno de aquellos lectores de mi primera novela. La traía para que se la dedicase. “A Yeyo”. Fue inevitable que nos hiciéramos amigos. Con la confianza que da la amistad, le comenté que me había hecho sentir como Swedenborg, que sólo consiguió vender cuatro ejemplares de su obra y uno fue a Kant. “¿Y quién es Kant?” preguntó entonces el amigo Yeyo.

Eugenio González, que así se llamaba, era un gran hombre en todos los sentidos aunque destacaba en el gusto por la música y la literatura del otro lado del infierno. La expresión que levantó el polvo de un camino por donde Kerouac transitaría haciendo prosa a ritmo de be-bop. Sin duda, allí empezó todo.

Hace pocos días, Yeyo me llamó por teléfono y estuvimos hablando largo rato. De música, por supuesto, de los tiempos en los que “El Rrollo” se convirtió en movimiento social con grupos de rock urbano como Leño y colectivos como La Cochu. El Yeyo participó de los primeros fuegos junto al Mariskal Romero. Fueron días bellos y noches sublimes. Por decirlo a la manera de Kant, fueron días de porro y rosas.

También hablamos de radio, medio del que era profesor universitario, maestro de la escuela irreverente de Orson Welles en la Guerra de los Mundos. Hablamos mucho y recordamos más aún, como sólo se hace cuando el mundo está a punto de terminar. En nuestra conversación, salió a relucir Swedenborg, el sueco de escritos visionarios que tanto influyeron en Kant y, de ahí, llegamos a la caricia silenciosa de la psicodelia.

Entonces se nos quedó corto el disco de Pink Floyd dedicado a la cara oculta de la luna. Fuimos desgranando todos los temas, canturreándolos al otro lado del teléfono.

Ahora sé que Yeyo llamó para despedirse, de la misma manera que ahora sé que los otros tres ejemplares de mi primera novela también los compró él. Fue un filósofo multiplicado por cuatro hasta lo infinito y al que debo, entre otras cosas, ser lo que soy: un autor de culto. Por todo ello, Sit tibi terra levis es respuesta que poco consuela.