Uno de los momentos más felices de la vida es cuando sales del avión y corres hacia la cinta circular que escupe las maletas. "¡Esta es la mía! ¡Coge esa! Disculpe, ¿me deja?". Y, luego, arrastras el equipaje directo al hotel con esa alegría tontuna que te pinta la cara porque empieza el viaje.

Aham. (Toso para no escupir bilis en lugar de palabras). Aham. Aham. Resulta que esa cara de tontería pasa a cara de tonto cuando ves que todos los pasajeros cogen su maleta y tú, infeliz, sigues mirando hipnotizado la cinta transportadora. Las maletas salen, la tuya tarda. Tarda mucho. Demasiado.

En ese tiempo de martirio circular te empiezan a doler los tobillos, te mueves hacia otra cinta lejana creyendo que puedes haberte equivocado, miras el número de vuelo de tu billete y a la gente que volaba contigo que ya arrastra la suya hacia la salida. Benditos, piensas. No sabéis cómo os envidio.

La sala va quedándose vacía como el casting de un talent show televisivo y en este caso no quieres ser el ganador. Aquí no hay llamada del presentador ni comodín del público. Te muerdes el labio. Cruzas los dedos. Rezas. Toses nervioso. Carraspeas. Miras la boca metálica que escupe samsonites como si desearas que te vomitara encima cualquier cosa. Tu maleta no sale. Y la cinta ya da vueltas solitaria. Parece que frena. Stop. Ha parado. Se acabó. Cero maletas. Lloras por dentro. Luego viene la rabia. Rellenas los papeles y sales del aeropuerto hacia el hotel como alma en pena del infierno de Dante.

Entonces empiezas a pensar en calcetines, calzoncillos, alguna camisa, otro pantalón, un cargador del móvil, las zapatillas, el cargador de la cámara, el traje del trabajo, un desodorante y esos etcéteras como el omeoprazol, el ventolín y los ibuprofenos. Una farmacia, un supermercado y Amancio Ortega pueden salvarte de todo el marrón.

(Cinco días después, Berlín. Como en las películas de Almodóvar).

-Señor don Máximo Huerta (me llamo así, con la "o", se perdió también cuando presentaba en Canal 9 y estoy por recuperarla a lo gladiator).

-Dígame. Soy yo. (Todo esto en inglés malísimo, como el que solemos tener los españoles).

-Tenemos la maleta en recepción. Ha llegado. Se la subimos a la 724. (Cinco minutos después. Elipsis de pasillos y ascensores).

-Aquí la tiene.

Cierro la puerta y nos miramos a la cara. Le hablo con ojos de "mira niña, ya eran horas. Cinco días de fiesta sin dar noticias me parece mucho para nosotros. Tú sabes cuánto te quiero, lo que te deseo, lo que te necesito".

Luego voy a abrirla y compruebo que ya está abierta. Aham. "O sea, que encima de perderte vienes abierta, no quiero preguntarte. Me has salido un poco ligerita de ruedas". Luego compruebo que está todo. Maldita maleta trupera.

Todos tenemos una historia, parece decirme con su cremallera negra. No quiero mirarla a los ojos porque algo ha hecho en cinco días y no lo sabré nunca, lo mismo los almacenes donde se pierden las maletas son raves discotequeras con drogas y alucinógenos. Vete a saber. Hago como un padre: callar y dejarla en su habitación. Me huele que en estos cinco días ha estado liada con un maletín.