He escuchado tantas veces lo que supuso Morrisey en San Isidro 1985 que me da rabia infinita haber tenido entonces sólo 13 años y vivir en Getafe. Dicen que hacía calor. Y que no faltó representación de un solo barrio de Madrid para ver a The Smiths. A Morrisey le debemos gloria infinita, la misma que honra a Manu Chao.

Tuve mi repertorio de conciertos. Me perdí poquísimos. Poquísimos de mi escaso conocimiento musical basado en los gustos musicales de los que me rodean que saben mucho más que yo. Me quedé con las ganas de más pero las grandes estrellas gustan de poner las entradas a un precio inalcanzable, así que tiro de conciertos gratis desde hace mucho.

Es lo que tiene ser madrileña de esas que ni siquiera merecen llamarse “gatas” por mucho que tenga rostro y nombre de mujer fatal. Pero tengo la suerte de vivir en el epicentro de mi universo; éste es mi Madrid.

Ni una gota de lluvia después del mesecito que llevamos. Manu Chao sí fue el agua de mayo que esperábamos canción a canción. Madrid me ha vuelto a parecer la ciudad que cuentan que fue los que ya no cumplen los cincuenta, los que tuvieron la suerte de que alguien incluyera citas en las que baila hasta la vecina del sexto de todos los sextos que haya en Madrid.

Dicen que éramos 10.000 sin contar los balcones repletos de familias, amigos y hasta desconocidos bailando tanto como los de la primera fila. Los mismos que rezan a las once de la mañana cuando toca misa de la Almudena y llaman a Chencho a voz en grito en Navidad, coreando Me gustas tú con grito de honor por Malasaña. Con poco margen más allá de coger hebra de las versiones con las que ha paseado su repertorio, incluyendo algunas emblemáticas de Mano Negra.

Apuntaba maneras desde que lo anunciaron. No habían terminado Tomasito y Joe Crepúsculo (eléctrico rumbero de los grandes el primero, en pijama el segundo) cuando la Policía cerró el acceso a la Plaza Mayor dejando a demasiados con las ganas detrás de las vallas. La medida aunque egoísta ha permitido ondulaciones de cadera muy por encima de nuestras posibilidades para los que no estuvimos en el Paseo Camoens pero estábamos aquí. Y fíjense qué osadía: me pareció que mi ciudad volvía a estar orgullosa de sí misma.

No te lo perdonaré jamás, Manuela Carmena. Jamás. Obligarme a ser feliz.