Llueve lluvia. Cual llanto lleno de llamas. Chaparrón, diluvio, aguacero; llorera gris que, de manera intermitente, limpia, fija y da esplendor a ese cadáver despanzurrado que es la ciudad de Madrid.

A su alrededor, formando una casta trágica, aguardan los top-manteros. Sin parentesco con los callejeros municipales. Los mismos que acudieron a Europa a bordo de una patera hundida. Ocupan su metro cuadrado con sonrisas y trámites de oficina, pero guardando las distancias. Hasta empapados de agua bendita, huelen a pyme. Vuelven a ser no sólo empresarios frustrados, sino empresas mismas.

Famélicos ex embajadores del trigo y la aceituna, pululan por nuestra angustia portando guccis falsos, pradas falsos, icebergs falsos, loewes falsos, celines falsos, moschinos falsos, miumius falsos, versaces falsos, robertocavallis falsos, louisvuittones falsos, falsos chaneles, todo muy barato, bolsos, joyas, zapatos, collares, corbatas, sombreros, barato, barato, complementos para los complementos, todo reluciente, falsos, falsos, falsos, falsos, falsos, falsos, falsos, falsos…

Tristes y oscuros. Son figuras orgullosas y amargas. Fracasados emprendedores. Más que comerciar, abdican. Cuando esta clase de top-manteros top-mantea, huyen despavoridos los ángeles de la guarda, mientras el cocodrilo verde de Lacoste pregona muerte repentina, a tarascadas, por las glorietas. Esta es la materia con la que se modela la miseria. Este es el barro vibrante que se maneja y se cuece en cada esquina.

Lo que hacen es aguardar silenciosos ante sus pequeños altares y, con la mirada en vilo, confiar en que la pasma ande lejos. Lo demás brota en oración sin palabras. No hace falta sacar ticket para verlos echar a correr, a la desbandada, como cebras africanas, con sus mantas recogidas. Muestran, en estampida, el aspecto grande de quien acaba de hacer las maletas para un último viaje y mira al cielo por la ventana.

Caza menor al por mayor. Muchos confiesan que se sienten fortalecidos por esos minutos de carrera estremecida. Que es entonces cuando vuelven a respirar en paz. Que de nuevo son lo que, en el fondo, siempre fueron, sin añadidos: hombres, espantados, pero en completa libertad. No olvidan la pobreza acumulada. Hay algunos que ni pueden soportar el aroma de los tubos de escape en su huida. Otros, los menos imaginativos, sienten horror a que los miedos se los subleven en la próxima esquina.

Es como si este desangelado Madrid, con su bandada de top-manteros siempre huyendo en preocupados arcoíris de tristeza, mantuviese algo de panteón sin adorno para los fiambres más negros del repertorio. Tras esas miradas que nunca miran nada.

Llueven porrazos. Granizan multas. Lloras sangre.