Será que no tengo suerte con las joyas (la historia de mi última alianza de boda es de película de Luis Tosar…), pero con los años me he ido deslizando a no lucir ninguna. Empecé arrojando lejos de mí sortijas y pulseras porque me entorpecían el gesto. Fuera collares desde que leí en una novela de Almudena Grandes que Fulanita no los llevaba “pues siempre consideró que su escote era joya suficiente”; pues yo no voy a ser menos.

Durante años me atrincheré llevando sólo pendientes y ya está. Pero empezaron a caérseme, empecé a perder dos de cada tres (también por razones bastante de película…), y opté por enfrentar la vida a oreja desnuda. Hasta que conocí a Jaime Moreno.

Jaime Moreno es ingeniero, dirigió empresas, cría caballos, es un atractivo jubilado elegantísimo que no para un segundo, que trabaja más que cinco sindicatos a pleno rendimiento. Se interesó tardía pero ardientemente por el diseño de joyas, unas joyas de autor cuya mera concepción era y es una temeridad en un país como éste, un país como España.

Me explico. Tú te vas a Londres, a Nueva York, a Berlín, etc, y te encuentras muchas clases de gente rica. Con variados niveles de gusto. Por eso hay quien se viste y vive como Audrey Hepburn, y quien como Paris Hilton.

Una de las cosas que me ha llamado siempre más la atención del pijerío eminentemente español es su pasión plusmarquista. Yo cuando por lo que sea (que suele ser por casualidad) llevo ropa de marca, lo primero que hago es quitarle la etiqueta. En parte porque estoy convencida de que esto debería funcionar al revés: si los señores de Armani, Bulgari o Chanel quieren usar mi palmito de valla publicitaria, que me paguen ellos a mí, leches. Pero sobre todo me da vergüenza que me confundan con un borrego más de la tribu pija que, para no dudar de la calidad de lo que lleva o usa, necesita un cartelón, un justificante de haberse gastado un pastizal. “Vale por un Potosí”, podrían poner en los cubiertos de plástico de los aviones, y habría quien se creería que son de plata.

Lo malo, o, para ser precisos, lo patético de la dependencia de las marcas es lo que supone en términos de abdicación del libre albedrío del gusto. Del instinto para lo superior y lo bello. Ojo que estoy hablando de algo bastante menos frívolo de lo que parece. ¿Han leído el tratado Sobre lo sublime, de Longino? En cuanto dejas de anhelar y de buscar eso, estás discretamente muerto.

Hasta hace relativamente poco, cuando Jaime Moreno ha empezado a ganar premios y a obtener un inexorable reconocimiento internacional (más datos, en www.jaimemoreno.com), sus joyas en España antes se exhibían como piezas de arte que venderse para llevar. Digamos que quien las apreciaba no las podía pagar y quien las podía pagar, no siempre se enteraba. De pena, y más cuando pienso que estoy escribiendo esto en pleno Dos de Mayo. Aquí es más agradecido ser modista y mártir, como Manuela Malasaña, que genio de la alta costura.

Volviendo a Jaime Moreno: yo mucho me alegro de su creciente éxito, aunque debo decir que por oscuros motivos, todos egoístas, no deja de suscitarme una pequeña pesadumbre. Decía que yo llegué al eclipse total de joyas hasta que le conocí. Hasta que me hice lo bastante amiga suya como para osar presentarme un día delante de él con una piedra, un guijarro común, un canto ni siquiera rodado, del que no voy a contar nada (tampoco le conté a él), excepto que representa algo muy importante para mí, por razones que quizá me lleve a la tumba.

Jaime Moreno, acostumbrado a engastar de rubíes y esmeraldas para arriba, acogió mi piedrecilla sin levantar una ceja ni bajar la compostura. Le dio vueltas, la observó. Preguntó lo justo, sin ser indiscreto. Y apareció un día con un colgante maravilloso que ya no se despega de mi cuello y que ya para el resto de mis días me va a condenar a ser una mujer elegante, lo quiera yo o no lo quiera.

Si esto sigue así, mira por dónde, al final los descendientes de mis descendientes me venerarán por dejarles en herencia el equivalente de un pedrusco de Chopard… pero yo era más feliz en la clandestinidad del buen gusto. A solas con lo sublime.