Cuando me planteé escribir esta tribuna llegó la noticia de que había muerto Umberto Eco. Yo quería escribir sobre la primera edición del Ulises de Joyce: de los mil ejemplares, hay uno en la biblioteca privada de Eco y otro en la casa de Joaquín Sabina en Tirso de Molina. Las siguientes noches las dediqué a la lectura de un ensayo que él había escrito en 1962: Las poéticas de Joyce.

En aquellas páginas, un Eco de apenas treinta años me susurraba sus enseñanzas (sólo me las susurraba a mí, en eso consiste la magia de la literatura): “Abandonada la fe, la obsesión religiosa no abandona a Joyce…”. Kafka escribió una frase que acabaría apareciendo en una de sus esquelas: “La escritura es algo más profundo, más hondo, que la propia muerte”. ¿Acaso puede alguien negar que Kafka vive? Del mismo modo, no ha muerto Il Professore: “En la obra de Joyce se consuma la crisis de la escolástica de la Alta Edad Media y se fragua el nacimiento de un nuevo cosmos…”.

Como el abuelo de Eco fue un niño abandonado, un funcionario del Registro Civil se inventó el apellido: “Ex Caelis Oblatus” (el concedido por el cielo). Al nieto de ese niño caído del cielo, una vecina le regalaba un libro cada Navidad: “Dime, Umbertino, ¿lees para saber qué hay en el libro que estás leyendo o porque te gusta leer?”. Umbertino leía simplemente “por el gusto de leer, cualquier cosa”. Se hizo mayor y, al igual que Joyce, abandonó la fe: “Tomás de Aquino me curó milagrosamente de ella”.

Con su 'Ulises', Joyce iba a soplar tanto polvo como se había acumulado en la literatura

Joaquín Sabina es hijo de un matrimonio tan católico como la mayoría de matrimonios unidos civilmente con Franco. Enfrente del colegio salesiano del pequeño Joaquín, estaba el de las Carmelitas: “Cuando llegaba la Inmaculada, había un concurso de poesía; yo les hacía los poemas a todas para que concursaran”. El pequeño Joaquín, niño de comunión diaria, se hizo mayor y aprobó cuarto y reválida. Era tradición en la familia regalar entonces un reloj de pulsera; mas Sabina le dijo al padre que prefería una guitarra. El reloj terminó en la muñeca del hermano mayor, que acabaría siendo policía, como el padre.

El día que James Joyce cumplía cuarenta años, en París, la editora de Ulises, Sylvia Beach, le iba a hacer el mejor regalo de su vida; anhelante, Sylvia esperaba en un andén de la Gare de Lyon: procedentes de Dijon, estaba a punto de acariciar los primeros ejemplares de una obra con la que Joyce iba a soplar tanto polvo que se había acumulado en la literatura: azules las tapas, el título y el nombre del autor en letras blancas.

Los años en que la inocencia del ser humano se había desangrado, Joyce los dedica a crear su obra maestra. Cuando alguien le pregunta por la Gran Guerra, responde displicente: “Ah sí, he oído decir que ha habido una guerra por ahí”. Los grandes revolucionarios de la literatura del siglo XX -Joyce, Kafka y Virginia Woolf- sólo tenían un compromiso: describir los mecanismos de la mente.

Joyce, Kafka y Woolf descubrieron la complejidad de la conciencia, destrozando el relato lineal

Huyendo de la complejidad de un mundo moderno que relativizaba incluso el tiempo, descubrieron la complejidad de la conciencia, destrozando el relato lineal a golpe de monólogo interior, misterio y talento. Con ellos, se hizo realidad el sueño de Ramón y Cajal: la conquista del cerebro. Pero el sueño se les fue de las manos, de las mentes (hay muchas más posibles conexiones neuronales en el cerebro humano que átomos en el universo): James acabaría anegado en alcohol, Franz se fue a nadar el día que estalló la Primera Guerra Mundial, Virginia se suicidaría en un río con piedras en los bolsillos del abrigo.

En sus casas, Umberto Eco tenía cincuenta mil libros: treinta incunables, dos Aristóteles del siglo XVI, una colección dedicada al saber falso (por eso poseía un Ptolomeo y no un Galileo)… De todos ellos, confesaba que el más hermoso es el Ulises: “El acto de la lectura, pausado y silencioso, tiene algo de majestuoso, de íntimo, comparable con la sexualidad”.

En las estanterías de la morada madrileña de Joaquín Sabina, hay más de diez mil libros (los mismos que Cajal, que llamaba a su biblioteca “Mi botica espiritual”): primeras ediciones de Góngora y Quevedo, una segunda edición de Cervantes… Sin embargo, por encima de todos ellos, está la primera edición del Ulises con una dedicatoria que Joyce escribió a sus editores. Es un ejemplar único que Sabina compró en Nueva York. Vargas Llosa, loco de celos, tuvo que ir a la casa del cantante para convencerse de la existencia de aquella joya impresa.

Al mezclar datos históricos con noticias de periódicos, Joyce evoca la cualidad de un sueño

¿Cuál es el hechizo de aquellos dieciocho capítulos con los que la novela contemporánea alcanzaría la mayoría de edad, el hechizo de la trinidad formada por el judío Leopold Bloom, su esposa adúltera Molly y Stephen Dedalus, el joven intelectual? ¿Tal vez la epifanía escrita de las vulgaridades que puede albergar nuestra mente? Un filósofo estadounidense asegura que Joyce, al mezclar datos históricos con noticias de periódicos, evoca la cualidad de un sueño.

Sea lo que fuere, Sabina y Eco, como Joyce, son ateos gracias a Dios, de educación religiosa y vocación librepensadora. Aparte de libros, Sabina colecciona vírgenes desnudas, santos, relicarios… Tiene incluso un confesonario donde, según malas lenguas, guarda películas eróticas. Quizá compusiera allí esa canción nacida para que le bajase la fiebre a su hija; quizá esos versos dedicados al regreso de un viejo maestro: “Esta tarde la sombra está que arde, esta tarde rezamos los ateos, esta tarde Antoñete (Dios te guarde) desempolva el milagro del toreo”.

Durante la Guerra Civil, en una caravana de camiones, iba una caja fuerte de la Biblioteca Nacional; sentados en ella, dos niños sonrientes. Un periodista les preguntó: “¿Qué lleváis ahí?”. “La primera edición del Quijote”, respondieron al unísono. Es fácil imaginar a Umbertino y al pequeño Joaquín acariciando las tapas azules del Ulises

*** José Blasco del Álamo es escritor y periodista. Su último libro es 'Azaña será ejecutado' (Editorial Funambulista, 2015).